Gozador y disfrutón, jovial y
divertido… vitalista: esos creo que podrían ser adjetivos que califican la
actitud de Chesterton hacia la vida en general y a su creación periodística y
literaria en particular. Confiado desde niño en que todo le iría bien, sin ser
un necio optimista, vivió para luchar divertido por las causas que le parecían
justas, valiosas, no sé si a punto de perderse…, sin importarle la dimensión del
conflicto o de la causa en sí o la magnitud de sus consecuencias. Confiesa
haber tenido “una vida injustificadamente afortunada y feliz”. Recomiendo leer
con atención el último capítulo por lo que tiene de más personal y sujeto a la
“Verdad que también puede llamarse Realidad”.
Estudiante brillante al decir de
todos, aunque con resultados equivocados… Se dedicó a estudiar pintura empujado
y confundido por su padre, que veía en él al niño aburrido en clase que se
dedica a decorar los márgenes de los libros con dibujitos, como hiciera nuestro
Juan Ramón en su cole de los jesuitas en el Puerto. No, no era la pintura el
camino de este escribidor insaciable, panfletista, poeta, polemista, conferenciante…
que se chupaba los dedos por una antítesis o por una ironía, por un juego de
palabras… Rebelde e inconformista por convicción, como el viejo Diógenes entraba
al teatro de las ideas cuando todos salían… y siempre hallaba una fulgurante razón
escondida en cualquier argumento que, con su lógica aplastante, dejaba
boquiabiertos a sus adversarios ideológicos; mientras él, niño, gordo, grandón
y juguetón se relamía jovial de su travesura. En sus inacabables disputas con
Bernard Shaw, este solía decir que Chesterton, era un joven gigantón, tan
grande que siempre quedaba la mitad de él fuera del campo de vista de su
interlocutor.
Pasó por distintas posiciones
políticas y lo reconoce sin rubor. Pasó, por pura lógica, según él, de un ateísmo enteco a un catolicismo
esponjoso, sin complejos y divertido como él, que defendió a capa y espada en
una nación donde no era ni es fácil ser papista (su libro Ortodoxia da fe de ello). Cuenta, no sin cierta gracia, su etapa de
relación tangencial con el espiritismo…
Lo cierto es que la autobiografía
de este inglés excepcional es una especie de paseo en volandas por primavera,
sin horas ni días ni fechas, donde de continuo se va a paso ligero por una
prosa chispeante, con más que cierta gracia y certera intención. Su autor nos
va contando lo que le apetece de las calles, callejuelas y avenidas de su vida…
que paseamos, las plazas en las que se detiene, las estatuas de que comenta,
los viandantes con quienes se cruza… y todo ello, ya digo, con una amable
jovialidad que lleva zascandileando al lector que, divertido, se deja llevar… o
cierra el libro porque eso es lo que hay. Rasgo inequívoco de su estilo
personal y, por tanto, estético es escribir lo que piensa no solo sin complejo
alguno, sino a pesar de estos y de no estar del todo seguro de llevar razón. Da
la impresión de que muchas afirmaciones se dirigen a una autocomplaciente
burguesía intelectual con la intención solo de incordiarla y hostigarla, para
removerla de su poltronería. ¡Divertido!
Creo que carece de sentido
comentar sobre qué comenta en concreto porque, insisto, no parece que haya un
especial orden en el recorrido, aunque es cierto que comienza por su infancia y
se colegio y sus colegas habla, de sus estudios, de sus amigos, de sus inicios
periodísticos, algo de sus libros, de sus biografías, de su hermano Cecil, de
las disputas y polémicas contra todo viviente parlante que pudiera tener alguna
opinión a la que él poderse oponer… Algo, muy de pasada, de su esposa y sus
amigos más cercanos, de los políticos que conoció y algo, unos párrafos no más,
de algunos países por los que viajó… Sus posturas políticas… El último capítulo,
de una contundencia de la que quizá los anteriores carecieron, nos habla de su
conversión al catolicismo… En fin, un verdadero cajón desastre que, con perdón,
me sigue recordando a la Automoribundia
de Ramón trufada con sus obras El circo
y El rastro. ¡Qué cosas, Amanda, de
veras!
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