30 de marzo de 2017

SAFRANSKI, RÜDIGER: Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo



             Es arduo sintetizar el comentario de un libro en el espacio que me impongo: una página de un folio. Entiendo que cuando excedo esa medida, el lector -que no sé quién es, dicho sea de paso- puede rehusar ante la extensión, se puede hastiar antes de entrar: dicen los sabios de la cosa que: por Internet se viene más bien de paseo que de visita, se va a husmear, echar un vicheo, fisgonear. En este caso quiero abordar un libro denso en su contenido, de mucho renglón por página y más de quinientas el volumen…
            Los libros, ya lo he dicho, salen al paso. Se hacen conscientes en el lector de pronto y este los coge con ilusión o los rechaza sin tener una cabal idea de la causa. Ya olvidé por qué empecé este libro de Safranski, que me ha gustado. Me ha parecido denso y complejo a ratos, pero accesible al aficionado bisoño a la Filosofía en general.
           El primero que habló de existencialismo en el sentido en que lo harán Jaspers, Bergson, Heidegger, Sartre, Marcel, etc., y en sentido general entre ellos, fue el viejo Schelling… y Kierkegaard tras él… y cursó el concepto por Nietzsche, hasta Scheler, Jaspers y Heidegger.
                El giro filosófico de Heidegger en los años veinte consiste en obviar los grandes sistemas filosóficos anteriores (el de Hegel, por ejemplo), centrados en realidades solo del interés de la filosofía académica y alejados del hombre corriente. Será a partir de Ser y tiempo cuando el filósofo alemán no dejará de buscar el encuentro entre la filosofía y el hombre y su actividad: «No describir la conciencia del hombre, sino conjurar la existencia (Dasein) en el hombre».
           Por lo que se refiere al sentido del ser (no de la expresión), podemos decir que es la cuestión que atrajo persistentemente la reflexión humana desde los comienzos históricos hasta hoy. Es la pregunta por el sentido, el fin y la significación de la vida humana y de la naturaleza, esas preguntas que Jaspers llama “del límite”. Es la pregunta por los valores y orientaciones de la vida, el porqué y para qué del mundo, del cosmos, del universo. La vida moral práctica hace al hombre preguntarse por todo eso. En tiempos anteriores, cuando física, metafísica y teología constituían todavía una unidad, también la ciencia había intentado responder a la pregunta por el sentido. Ahora bien, desde que Kant falló que nosotros, como seres morales, ciertamente hemos de plantear la pregunta del sentido, pero como científicos no podemos responderla, las ciencias estrictas se abstienen de esta cuestión. No obstante, la vida moral práctica sigue planteándola, y lo hace cada día, en la propaganda, en la poesía, en la reflexión moral, en la religión. ¿Cómo puede afirmar Heidegger que ya no hay ninguna comprensión de esta pregunta? El pensador alemán afirma que las preguntas correspondientes por el sentido, pasan de largo ante el «sentido del ser», y él retorna a Platón con el afán de redescubrir lo olvidado y escondido desde los días del griego que habló de la cueva y los esclavos.
         El lector que busque en esta obra una biografía personal de Heidegger hallará retazos: este no es su libro sin duda, pues más es un estudio biográfico a la sombra de su pensamiento. Hay pasajes esclarecedores de su relación con Hannah Arendt, por ejemplo, y de la relación de esta, en cuanto amante que fue del filósofo, con la mujer de él, Elfride Petri, esta nazi y antijudía, y aquella judía, antinazi. La relación con Jaspers, problemática, esquinada, con altibajos y con un final que el silencio cubre. La relación con Sartre (otro pichón del pensamiento y sus intereses particulares, ¡qué poco sabía de palomos quien así lo llamó!). 
         Párrafo aparte merece la relación de Heidegger con el nazismo. La inteligencia nos justifica a cada uno cada día para poder seguir respirando y mirarnos al espejo. Heidegger fue un nazi convencido durante un tiempo y un nazi por interés. El nazismo venía a ser para él una nueva aurora tras un modernismo desolador. Ni el neokantismo idealista ni la fenomenología de distintas índoles solucionaban nada en la acción. Frente a estos movimientos la realidad histórica sale al encuentro del hombre y lo zarandea y lo interroga y es justo ahí donde cobra sentido esa nueva filosofía que defiende Martin Heidegger. Cierto que su esposa perteneció antes que él al partido nazi, es cierto que ella fue antijudía, es cierto que Heidegger auxilió a algunos judíos, mas con cierta tibieza, que posiblemente no fuera antijudío, pero sí le interesaba alcanzar puestos que le habían ofrecido en el nuevo Estado nazi: él se imaginaba como gran rector de la Universidad alemana, director de las líneas de pensamiento, quehacer, investigación, etc. en la Universidad…; pero el nazismo le dio la espalda porque de bien poco servía al nuevo régimen un filósofo que levantaba sospechas de tibieza en los cometidos que el partido esperaba de él. Pronto, además, las ideas que tenía Hitler y lo que de ellas se desprendían, las ejecutaban los hombres de ciencia, los empresarios y los militares, que son quienes pusieron en marcha la infernal máquina de destrucción de todo cuanto les resultaba innecesario para la implantación de la Gleichschaltung (palabra que describe el proceso por el que la Alemania nazi estableció un sistema de control totalitario sobre el individuo y una coordinación de todos los aspectos de la sociedad y el comercio).

         Insisto el libro para el filósofo aficionado, para el lector curioso, ha sido suficiente, cierto que árido y oscuro a veces, pero llevadero, amable, inteligente, por norma. Me ha merecido la pena. He aprendido, y me ha animado a buscar por otro derroteros que ya saldrán en futuras lecturas, mediante Dios.

14 de marzo de 2017

277-CHARLIE-SALIDA- Y de júbilo grita el jubilado.

Adiós, buen viaje... 

                                          A don Enrique Vílchez Sánchez.

            Mi querido charlie:

      Te repito la vieja anécdota de Borges. La he contado tantas veces que ya no sé si ocurrió exactamente como la refiero, pero así la recuerdo. Le hacían al escritor, ya ciego, una entrevista y le hablaban de su muerte, no sé si del temor a ella, de cómo le gustaría morir, etc. y Borges contestó que lo único que pedía era morir en España porque “en España es donde mejor entierran”. La convicción de Borges entronca directamente con ese defecto tan español, especialmente señalado por Unamuno, como es la envidia. El pecado capital por excelencia de los españoles, decían y dicen, es ese: la envidia…, y esta solo cesa y deja descansar al envidioso cuando muere el envidiado: ¡gloria, loa, enaltecimiento, aclamación y elogio para quien muerto ya no hace sombra! ¡Qué paz trae la muerte del envidiado al envidioso! Ambos descansan en paz y es por ello que enterramos en España qué da gloria vernos…
     Pues no es el caso… Con la seguridad que me dan los diccionarios -que no siempre Internet, a veces tan marrullero-, me asesoro para pisar voquibles que no me enchortalen. El verbo ‘jubilar’, pronominal e intransitivo, según Corominas y Pascual (por vía de Julio Cejador, que nos lleva a Nebrija), nos indica que jubilar aparece primeramente en el sentido secundario de ‘alcanzar la jubilación’: «jubilado, suelto de trabajo: emeritus; jubilar, suelto ser assíy» (Nebr.), es decir: no se trata tanto de su primera acepción del verbo latino iubilāre,  ‘lanzar gritos de júbilo’, si bien camino de eso voy. Por influencia de  jubileo, festividad celebrada cada 50 años, los mismos tras lo que se concedía antiguamente la jubilación. Resumiendo: que a los 50 años no sé si de declaraciones al  fisco, Ministerio de Hacienda de la época, entiendo, de los Reyes Católicos, se jubilaban los parias o con cumplir 50 ya se podía dar de mano… (¿alguien que lo aclare? A lo mejor el mismo don Enrique Vílchez). No les quepa duda de que fuera como fuese 50 años de la época debían ser un renglón a tener en cuenta.
        Cuando veas las barbas de tu vecino… y eso ha ocurrido con mi colega y, sin embargo, compañero y amigo Enrique Vílchez Sánchez… que se ha repelado las barbas y se ha jubilado. Por no estar presente en ese momento, cosas de la cirugía, no sé si dio gritos o no de alegría. Sé que se largó. Que se fue como tantos otros educadores y enseñantes he visto irse. Sacudirse los zapatos a la puerta del Centro, y no volver la mirada atrás, eso lo sé de largo.
        Si yo fuera encargado mínimo de responsabilidad en el ramo, en la enseñanza primaria y secundaria (de lo que Dios me libra), más allá de la provincia, más allá de los comisarios, me preguntaría que tiene mi área, mi servicio, la educación, que todo aquel que cumple los 60 años coge la de Villa Diego y toma por la tiesa y, sin volver la vista atrás, ¡ni se despide! ¿Qué tiene mi empresa, mi negocio, mi servicio que nadie quiere permanecer en él? Personas válidas para enseñar y educar, con plenas capacidades físicas, mentales e intelectuales, con prestigio, con empeño en su profesión y oficio durante años, con interés, con conocimiento sobradamente demostrado de su materia… ¡se largan en el minuto cero tras cumplir los 60 años! Los chicos jóvenes emigran al extranjero porque no hallan trabajo, capital humano perdido, gente con cierta formación, ¡pero en formación!…, pero ¿y estos profesores ya formados, capaces, habiendo demostrado sus cualidades, sus talentos, su competencia…, por qué no se les incentiva, por qué no se quieren quedar, por qué huyen como alma santa que vio al diablo o como el diablo huye  del agua bendita?
        Solo permanecen en el puesto aquellos que cobran mucho más en activo que jubilados. El motivo es económico y laboral: por sus cargos y encargos dan pocas horas de clase y cobran mucho. ¿Por qué no se jubilan los profesores universitarios a los 60 años -si es que pudieren que no lo sé-? ¿Por qué directores de centros de primaria y secundaria no se jubilan a los 60? No me digan que es por amor a la educación, a la materia que imparten… y al bien común y a esa entidad llamada Humanidad o gente, que me derrito en la melcocha. Dejemos el traje de luces del cinismo para otras parroquias.
       Es una lástima que mi amigo Enrique Vílchez se haya jubilado hace unos días y en él hago modelo de otros muchos, mucho antes… que se fueron, muchos que se irán sin que nadie se apene ni mueva un músculo por no perder esos tesoros de profesores, esos auténticos capitales. Cierto que algunos, como don Guido y el  maestro Ciruela, bien idos están y otros, que aún quedan, tanta paz se lleven como dejan, pero ¡¡el buen profesor, el que sabe educar, enseñar, ocuparse, preocuparse…!!: ¡una lástima que se vaya a ese país, llamado Jubilandia, del que, segurísimo, nunca volverá!

       Buen viaje.


       Tucho Castelo.

5 de marzo de 2017

Toole, John Kennedy: LA CONJURA DE LOS NECIOS

 Por motivos que no vienen al caso, un suceso antiguo de mi vida lo califiqué como “la conjura de los necios”, sin saber que existía libro con semejante título: uno no puede saberlo todo ni haberlo leído todo, gracias a Dios. No sé dónde ni al hilo de qué, ni ahora importa, en mi novela Dios no come caracoles, debí escribir algo así como la ya citada “conjura de los necios” y dos lectores de mi novela, por un mal entendimiento mío, sin duda, me dijeron que mi obra les recordó a la de John Kennedy Toole. La mar de afanoso, me hice con esta obra… Cuando llevaba casi 150 páginas no lograba entender en qué se parecía mi novela a esta otra… “No es por el contenido: ¡Que tú citas esa novela en la tuya!”, me dijo mi amigo… “¿Qué novela ni qué…?”… “Pues La conjura de los necios”… Bingo: por una necedad conjurada me compré y leí la novela de Toole. Maravillosas conjuras, estupendas necedades, espléndidas necedades conjuradas y delirantes.

 Deshecho el entuerto y leída la novela les puedo decir que tuve que aguantar, por el motivo arriba citado y porque no entendía demasiado, unas muchas decenas de páginas de qué iba aquello, pues no es que la novela empiece en una medias res, no: es que empieza en medio del desquiciamiento de un personaje, “un gordo cabrón”, como lo llama el señor Clyde dueño de Productos Paraíso… (venta ambulante de salchichas que, por cierto, se come el gordo y no las vende), a quién no hay lector que comprenda: entre la ironía inteligentísima y fina, la broma de calado, la ruptura de la realidad, la realidad que se impone por…, digamos, narices, etc. se produce una mescolanza que, ya perdonarán, lo que quizá no pase de una impertinencia intelectual: me recordaba a don Quijote (leo la contraportada ahora, terminada mi lectura, y no sin asombro veo que mis tiros no iban perdidos). Como don Alonso Quijano el bueno, el tal Ignatius Reilly, ese gordo cabrón de verborrea y facundia impar, no deja títere con cabeza: ataca a los molinos de viento tengan forma de negro, de vieja, de puta, de loro… o de lo que sea; a su vez el puñetero pájaro y las mozas del partido, en una calle del Barrio Francés de Nueva Orleans, arremeten contra él y lo dejan, descuajeringado, a los pies no de los caballos ni de los molinos, sino de un autobús que está a punto de llevárselo por delante a la otra vida; el cura y el barbero, so forma de su madre, la amiga de esta, Santa Battaglia, el tal Mancuso, el policía, la vecina, etc. quieren encerrar a Ignatius, y no es para menos, en un psiquiátrico; Myrna Minkoff es una especie de Dulcinea neoyorquina que, al final, viene a socorrer al puñetero loco…, no estando ella tampoco muy en sus cabales.
 El mundo que nos presenta Toole tiene una consistencia de realidad que se transmuta a los ojos y los discursos de don Quijote/Ignatius, un tipo leído y culto, que tras la realidad evidente vive a ratos en tiempos claramente anacrónicos, medievales; vierte creencias católicas deformadas que mezcla con un sinfín de ideas descabelladas, principios filosóficos… ¡su afán por que la gente lea a Boecio, Consolación de la filosofía! (un libro leidísimo, por otra parte, en su tiempo y en la Edad Media entre el personal culto) y todo se desquicia, descompone, recompone, se desarma y rearma… a los ojos del lector que, siguiendo los renglones de las páginas de la novela, no puede dar crédito a cómo ese gordo vestido de pirata, con un carro de vendedor de salchichas ambulante y una espada de plástico concibe la idea de que serán los invertidos, como él dice, quienes con sus vicios, sus vivencias, etc. ¡¡salven a la humanidad!! Para ello Ignatius creará un partido político cuyo inicio tendrá lugar en un fervorín que pretende dirigir a un grupo de homosexuales en casa de uno de ellos mientras tienen lo que hoy se llamaría una fiesta gay…
 Su paso por los dos trabajos que logra: como vendedor ambulante de salchichas y como administrativo en Levy Pants es de aurora boreal. La revolución que pretende en esta empresa es tamaña a tantas como don Quijote inicia contra el sentido común y la legislación de su tiempo: la liberación de los galeotes, el joven azotado, Andrés el pastor, etc. Los señores Levy, dueños de la empresa Levy Pants…, nacen también de un mundo irracional y me transportan… ilógicamente a una especie de realidad semejante a la pintada por Andy Warhol o, mejor aún, a Edward Hopper.

 Sorprendido por la novela no puedo decir que me haya resultado desagradable, salvo algunos pasajes. Creo que el lector que lee en traducción pierde muchos de los perfiles del estilo de Toole: menos da una piedra y más daño hace, y a seguir barajando.

 Por último, no sin cierta pena, en un libro comprado de segunda mano, puedo leer en una dedicatoria que hallo… “Con cariño para Javier. Para que nunca te olvides de mí”. Lo que no deja de ser, sin duda, una nueva conjura de necios en esta conjura global de listillos, memos, lelos, aprovechandas, codiciosos, simples, lerdos y tanta gente mala, como buena… La vida en rama. Pura conjura.