29 de marzo de 2016

CHARLIE-SALIDA-49. La escuela ANTES y AHORA: De la PRIMARIA AL BUP. (I de II)


                Se debe entender por antes todo momento previo al de pronunciar esa palabra, es decir: desde ahora, que ya es antes… Por tanto, pensemos el presente en sentido amplio: el llamado presente actual (quien quiera aprender más sobre él puede dirigirse a la Gramática descriptiva de Bosque y Demonte, en el índice temático se les dará razón). En fin, y ya puestos a decir: por esto mismo no existe el presente en el hebreo bíblico, tiempo exclusivo de quien vive en él, que es Dios. Para facilitar la comprensión de mi explicación, voy a delimitar el antes y el ahora, en función de lo que ha sido mi vida de relación con la escuela; ya más de medio siglo de trato entre ella y yo… ¡unas bodas de oro bien cumplidas!
      Haré un cuadro esquemático, personal, opinable, acientífico, informal e intuitivo. Más adelante, si viene al caso, algunos de los extremos aquí comentados de paso es posible que los trate en algunas entradas particulares, más detalladas. Dios dirá.

       Hubo un antes allá por los años 60, cuando empecé en la escuela como alumno. Es en mi recuerdo una escuela en blanco y negro: con más negro que blanco. Cierto que asistía -quienes me conocen lo saben- a una peculiar escuela privada, de difícil acceso, donde la letra con sangre entraba -¡y vaya si entraba!-, se escribía con plumín -las letras tenían finos y gruesos-, estaba prohibido el bolígrafo (el profesor los rompía, si se los veía a los alumnos); el castigo, que no la corrección, era el aire nuestro de cada día; no se hablaba en el aula entre los alumnos nun-ca (y nunca es NUNCA); se daban las lecciones de la Álvarez de memoria -incluido el recuerda-; se dictaba de la ortografía de Bustos; se usaba el pizarrín de tiza para las cuentas… o unos cuadernos especiales, cortados, etc. Caín siempre mataba a Abel con una “quijada de burro” (que, pensaba yo, que ya hay que tener mala estrella para que diera mi hombre con semejante arma homicida, ¡qué cosas! No obstante, al no ser la quijada una verdad bíblica, no hay por qué ocuparse). En aquella época, se solía merendar pan con aceite, azúcar y chocolate.

       En este antes íbamos a la escuela cuatro pitos y un tambor. Muchas de las escuelas aún eran unitarias (quien no sepa lo que es que lo busque en la red). Los niños la abandonaban pronto, y las niñas antes, para entrar de aprendices en los mil oficios que entonces había y empezaban una larga y dura carrera laboral. Seguir en la escuela, hacer el ingreso en el instituto… era signo de capacidades: económicas e intelectuales. Se continuaban estudios si los papás tenían cuartos o con becas que las había para los mejores: insisto para los mejores, para aquellos que obtenían buenas calificaciones, fruto de sus aptitudes y sus actitudes: su trabajo y su esfuerzo, etc.

     En mi ciudad, que entonces no tendría cien mil habitantes, había tres institutos: uno masculino, uno femenino y un instituto de maestría, y quiero recordar que una escuela de artes y oficios, así llamada. Escribo de memoria, que esto no una historia de la escuela en la España de tardofranquismo en mi pueblo. A esta escasa oferta escolar se sumaban dos colegios privados de monjas (en uno de ellos fui párvulo), un tercero de un instituto secular y otro, también privado, de religiosos para varones.

       A los 13 o 14 años, cuando se nos permitió entrar en el instituto, pues la Ley de Villar Palasí nos paró en la puerta a los 10, se hizo una división inolvidable y sin verdaderos fundamentos (de trágicas y trascendentes consecuencias, pienso). Se suponía que los alumnos valiosos estudiarían BUP y a quienes parecían tener menos capacidades los enviaban a la llamada FP (esta ya nunca levantó cabeza y la formación profesional se fue llenando de alumnos que anhelaban trabaja que no estudiar, a quienes les obligaban a ello, porque para aprobar había que hacerlo… y así esa potencial salida académica con puerta profesional se convirtió en un chortal pantanoso. Quedó la FP estigmatizada desde su nacimiento: ni alcanzó sus metas en general ni vino a llenar un hueco tan preciado y valioso como era una verdadera y auténtica formación profesional).

     Los cursos en el instituto eran numerosísimos (hasta ocho por nivel). Las aulas, llenas hasta la puerta. Los profesores, que se me antojaban viejísimos, estaban sobre un estrado, que les permitía vernos mejor, y nosotros a ellos, y lo que pudieran explicar en la pizarra. Los profesores no se sabían los nombres de los alumnos, si acaso el apellido de algunos. Las clases eran de las llamadas tradicionales: ellos explicaban, o leíamos los temas en clase, algunos se levantaban y escribían en la pizarra (Lengua, Inglés, Ciencias, Dibujo…) y los alumnos callábamos durante horas. La mayoría de los profesores entraban, se sentaban, explicaban, se levantaban y se largaban. Punto y seguido. Había clases por la mañana y por la tarde (de 16:00 a 19:00, que salíamos en invierno más de noche que un cerrojo). Y en el primer curso de instituto, de 42 alumnos, solo suspendió uno, salvo que la memoria me falle.

    Así rodó aquello. Se nos juntaron en los niveles siguientes los naufragios del viejo bachillerato que habían repetido y empezamos a tener algunos repetidores en los cursos, pero no muchos. Seguían estando las aulas igualmente cargadas de alumnos. Los profesores no andaban pidiendo silencio ni tenían que levantar la voz: en el aula la norma entre el alumnado era estar en silencio. Se levantaba la mano para pedir hablar; se hablaba de usted a los profesores (y a los camareros y a los limpiabotas: era un detalle deferente y necesario de educación y respeto). No se entraba en el aula una vez que el profesor estaba ya en ella. Las puertas de la calle del instituto estaban abiertas. Se pasaba lista al comienzo de las clases y eran raros y concretos los casos de quienes faltaban en algunas horas, y no recuerdo hablar oído hablar nunca de absentismo. Tampoco recuerdo caso de indisciplina, pero sí algunas travesuras graciosas que no vienen al caso. Solo recuerdo una falta de respeto en los cuatro años de instituto a una profesora (quizá porque la cometí yo, estando ya en COU). La indisciplina o las llamadas disrupciones eran anormales, salvo algunas acciones señaladas -eran los años de la transición- que no vienen muy al caso en detalle: una huelga pidiendo que se pudiera pasar de 3º de BUP a COU con asignaturas suspensas… y algún otro asunto así, generalizado en el instituto y acordado con el otro instituto e instigado por universitarios, etc.



      Resumiendo: la población estudiantil en general era escasa, como el número de centros. Los alumnos por norma estaban seleccionados. Los cursos tenían muchos estudiantes, alrededor de 40. La disciplina en las aulas no era cuartelera, pero existía. La distancia era abismal, como norma, entre el profesor y el alumno. Escasísima la relación de los padres de los alumnos con el profesorado, incluido el tutor. Este se limitaba a pasar las notas al boletín, rellenado a mano, y a entregar las notas a los alumnos: nunca a los padres que, como grupo, no asistían, que yo recuerde, a los centros. Los niños con los niños y las niñas… con ellas durante las clases (el mundo, ya llevaba tiempo, que yo recordase, siendo mixto y nos veíamos en las calles, los parques, etc.: no había más traumas que ahora). La inmensa mayoría de los alumnos del instituto de aquellos años somos universitarios. Por ahí están los datos.

21 de marzo de 2016

Maeztu, Ramiro de: HACIA OTRA ESPAÑA

                


El único libro de Maeztu que había leído, hasta este que ahora comento, había sido Don Quijote, don Juan y la Celestina, aún recuerdo que me lo prestó un compañero de clase: Antonio Roselló. Era una edición de Austral como la que yo compré muchos años después de segunda mano, creo que en Santiago de Compostela.
                Con Ramiro de Maeztu siempre tuve la sensación de que lo colaban de rondón en la generación del 98 y que le echaron siete paletadas de tierra rojiza los historiadores partidistas de la Literatura española del tardofranquismo. Supongo que no se refería a Maeztu el Excelentísimo, que no ilustradísimo, señor presidente actual del Parlamento andaluz cuando afirmaba que "La derecha no hace prisioneros, solo sabe matar y, si es posible, en las cunetas", pues a Maeztu lo asesinaron a finales del 36 en una de las sacas de la cárcel Modelo de Madrid unos pistoleros anarquistas… A los que le dijo la famosa frase: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero: ¡Para que vuestros hijos sean mejores que vosotros!”, ya se ve que el sobrinete ideológico de aquellos nos ha salido rufo, bocón y bochinchero…
                El libro que comento está publicado en 1899 y compuesto por artículos escritos en distintos periódicos en los años anteriores y agrupados bajo tres epígrafes: I Páginas sueltas, II De las guerras y III Hacia otra España. El estilo del autor me atrevería a decir que es musculado y directo, con nervio, enérgico y yendo al grano de lo que trata. Se le entiende a la primera y de una vez, y lo que es peor… que aquello que criticó hace más de un siglo se puede publicar mañana en la prensa diaria española… ¡y no ha perdido actualidad salvo los hechos históricos puntuales! La crítica a la actitud de los españoles, la comparación que no resistimos con otros países de Europa… ¡o sí!: y los mejoramos… La continua reclamación de independencia de Vascongadas, como él escribe, y de Cataluña, la división de opiniones irreconciliables… quizá formen parte de la intrahistoria española, de la masa de la sangre del celtíbero fetén, de la España eterna.
                Algunos artículos expresan y delinean de maravilla el ambiente de dudas en la política, en los periódicos, en el pueblo común ante hechos trascendentes de la Patria y sus hijos. La encarnizada enemistad entre unos y otros. El espectacular peso de los periódicos donde se opina sin fondo ni lindes y donde ayunos, en muchas ocasiones, de información veraz e ideas claras sobre lo que escriben… ensalzan, apabullan, hunden, critican, rompen, cosen o rasgan. Y así de blanco en blanco y de turbio en turbio vamos echando un siglo sobre otro haciendo historia, una historia que Ortega pensaba en su España invertebrada que no era sino «la historia de una decadencia». Si la prensa se muestra omnipotente, la pereza del español es imbatible: España es un pueblo con un triste destino, afirma Maeztu, un pueblo agonizante que camina hacia una “Gloriosa y heroica hecatombe” (p. 137) y lo profetizaba con el anuncio de lo que sería la salida de España de las Antillas… Y así fue (y peor aún, ¿cómo profetizar lo que vendría en el 36 y en concreto para él donde unos desalmados armados decidieron poner fin a su vida?).
                Enemigo de los planteamientos absurdos de la guerra con Estados Unidos, de los disparatados planes políticos con respecto a las colonias… Maeztu conoció de primera mano cuanto allá sucedía y lo contó con la vehemencia de quien se sabe de parte de la razón, con la verdad… y se ve vencido por la idiocia, la opinión ignara y una mayoría tan iletrada como culpable.
                Hace unos días tuve noticias de un libro, Poder, economía y sociedad en el sur. Historia e instituciones del capitalismo andaluz (Centro de Estudios Andaluces) del profesor Arenas, de la Universidad de Sevilla, en donde se denunciaba el terrible estancamiento, la pereza continua del capital en mi Andalucía… ¡Pues de esos capitales muertos ya hablaba hace más de un siglo Maeztu! Y yo me pregunto ¿qué necesita esta España para ponerse en pie y andar y progresar? Progreso no es movimiento. He escrito progresar y no abalanzarse ni arremeter, que es lo que hacen esas cabezas tan españolas de ayer y hoy, especialmente entre nuestros políticos. Una piensa, nueve embisten, decía Machado.
                Lo que Maeztu escribe sobre las reclamaciones de Cataluña ayer, bien puede publicarse hoy. La España de ayer, con otros titiriteros, es la España de hoy, con levita o descamisada, con corbata o sin ella, en zapatillas, alpargatas o zapatos de cabritilla.

Quien desee darse un paseo por la historia de ayer que nos llega hasta el tuétano de hoy, que lea esta vibrante obra de Ramiro de Maeztu. Ojo: absténganse inteligencias pusilánimes.

17 de marzo de 2016

CHARLIE-SALIDA-48-DE LA EDUCACIÓN Y ESAS ZARANDAJAS EN QUE LA VIDA NOS VA...


                  
                Querido charlie:
            Ignoro si es bueno o malo que se hable mucho, demasiado, de algo: no lo sé. Dicen que es bueno, aunque sea mal. Me parece esto más acorde con lo de andar por la farándula del candelabro que para otras realidades. ¿Qué ocurre cuando se habla mucho, en exceso, de algo tan importante como la educación y, además, no se hace nada o muy poco? Algo huele a podrido, algo huele a quemado, y se está pasando de cochura: no me gusta cómo caza la perrilla, charlie. Me pregunto: ¿dejó de estar alguna vez la enseñanza, la educación, fuera de los intereses de todos, alejada de la opinión inane de la mayoría, nombrada en el campo de batalla de la necedad… para hacerla bandera de las banderías de unos y otros, bandera arrastrada por el suelo por la mayoría?
                En España, como no puede ser menos, cuando se somete una realidad a debate, se discute y se grita y se insulta: una cabeza piensa, nueve embisten. Quienes debate se dividen siempre en bandos con un par de ellos, los más sonados, en irreconciliables. No hay acuerdo posible.  Inadmisible un acercamiento de posturas. Si no se marchan y abandonan el campo del debate, los debatientes terminan siendo batientes, contendientes que acaban en la más encarnizada enemistad y, aunque haya sonrisas, entre los labios se escapan las babas del odio que hablan de muerte, de ir a muerte, digo.
                Libros y más libros se agolpan en las trincheras de los bandos beligerantes. Se enarbolan banderas que son símbolos que simplifican. Sinceramente no sabría bien cómo calificar a quienes hoy luchan en el campo de batalla de la educación. Los enseñantes y los educadores; los pedagogos y los antipedagogos; los progresistas y los retrógrados; los revolucionarios y los reaccionarios; los inmovilistas y los conservadores; los innovadores y aperturistas y los antediluvianos; los futuristas y los reaccionarios; los prudentes y los atolondrados; los sensatos y los irresponsables… Nunca atardece, nunca amanece: o es de día o es de noche. O blanco o negro. No hay matices…
                Llevo 52 años en las aulas. Padecí y disfruté 10 centros académicos como alumno y cuatro como profesor. Tuve 73 profesores desde parvulitos hasta el doctorado. Leí unos miles de libros, muchos de ellos relacionados directa o indirectamente con el oficio de enseñar a quien no sabe y educar a quien no quiere ser educado. Eché muchas perlas a los cerdos. Muchísimos alumnos de entre los miles, seguro que la mayoría, resultaron ser personas maravillosas con quienes sufrí y me reí, por quienes subí, bajé y aprendí y pensé y soy feliz, charlie, con perdón, ya sabes: no es políticamente correcto decir que uno es feliz sin ser tachado de bobo con mocos. Pueden probar a meterme el dedo en la boca…
                Por lo que veo, últimamente, se le ha ocurrido a José Antonio Marina echar balas en la lumbre. Nuestro magnífico e inteligente horticultor marinero… se ha metido en un jardín lleno de abrojos: cardos, ortigas, cambrones, zarzales…, pero ¿acaso podría ser de otro modo? Empezó estudiando la inteligencia, se pasó por la ética en sentido amplio ¿y para qué todo ello sino para darlo, para enseñarlo, para mejorar mejorando… lo presente para el futuro? Es obvio. Lo descalifican diciéndole que ya dejó la enseñanza en sus campos de batalla ordinarios: ¿cómo es posible que el cardiólogo opere el corazón y sepa de ello si él no fue operado? ¿Cómo puede saber de niños quien no los tiene? No hace falta ser leproso para curar la lepra.
                ¿Nos interesa realmente la educación/enseñanza/instrucción…? Es decir: ¿nos interesa ocuparnos y preocuparnos por los demás o, en el fondo, lo que nos ocupa y preocupa somos nosotros mismos, nuestros afanes e intereses, nuestras conveniencias, ventajas, beneficios, prebendas? ¿Qué hay de aquello del servir a los demás, de esotro de ser felices ayudando, de aquesto que afirma que la felicidad es puerta que abre al otro…? ¿Busco lo mejor para los demás porque en esa búsqueda mejoro yo o, en realidad, todo eso son moralina ñoña y pacata? Ocurrencias de quien orina en el campo y se lo hace fuera.

                Mira charlie, no pregunto, por los hombres del mañana, porque el mañana no existe; no me deshago en la necia inmediatez del presente huidizo; no me regodeo en el pasado que ya fue… No. Pregunto… a los enseñantes/educadores/docentes/ instructores/ profesores/ maestros… ¿a qué están dispuestos? ¡Al margen de lo que les dé, conceda u otorgue la sociedad y sus gobernantes, de reconocimientos o frustraciones… Quien tiene un porqué…soporta, quiere, ama… cualquier cómo: eso dijo un filósofo. 

16 de marzo de 2016

Ortega y Gasset, José: PIDIENDO UN GOETHE DESDE DENTRO (II de II)


Como escribe Patricio Tapia al hilo de Vidas sujetas a escrutinio, de James Miller: Una tradición que se remonta a la escuela de Aristóteles defendía la importancia de recopilar opiniones, anécdotas y sucesos que servían de contexto para el pensamiento de un autor. Esa tradición alcanzó quizá su punto más alto con la obra de Diógenes Laercio sobre la vida de algunos filósofos, en el siglo III d. C. Laercio y su ejercicio de la biografía ejemplar, que no carece de rasgos legendarios y de chismes, es una de las figuras tutelares del libro de Miller; otra, Friedrich Nietzsche, sostenía que tres anécdotas bastan para presentar la imagen de un pensador”.
Tras las consideraciones que Ortega ha creído necesario hacer sobre lo que la vida es desde su pensamiento, piensa que ya está a la altura conveniente como para afirmar que “las cuestiones más importantes para una biografía serán estas dos que hasta ahora no han solido preocupar a los biógrafos. La primera consiste en determinar cuál era la vocación vital del biografiado, que acaso éste desconoció siempre. Toda vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido. Esto nos obliga a construirnos, como el físico construye sus ‘modelos’, una vida imaginaria del individuo, el perfil de su existencia feliz, sobre el cual podemos luego dibujar las indentaciones, a veces enormes, que el destino exterior ha marcado. Todos sentimos nuestra vida real como una esencial deformación, mayor o menor, de nuestra vida posible. La segunda cuestión es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular, a su vida posible. Esto nos permite determinar la dosis de autenticidad de su vida efectiva”.
Cargado con estas premisas, y no sin antes explicar en una nota en tres largas páginas, en letra menuda que él llegó antes que Heidegger (estas pataletas de Ortega son risibles y me producen vergüenza ajena) a ciertos conceptos de la vida expuestos por este en su Ser y Tiempo (1927), podemos ya arrimarnos a esa vida de Goethe desde dentro. Esta larguísima nota ya se la había escrito años antes a la traductora de su obra en alemán Helene Weil a caballo entre 1929 y 1930.
Las conclusiones que va cerrando sobre Goethe son terribles, pues este parece que quiso quedarse al margen, en stand baby [sic], que dice mi electricista: “Goethe quiere quedarse... en disponibilidad. Perpetuamente. Su conciencia vital, que es algo más profundo y previo a la Bewusstsein überhaupt ("conciencia en general"), le hace sentir que esto es el gran pecado y procura ante sí mismo justificarse”. Resulta que ahora, a los ojos de Ortega, el gran Goethe es un fracasado: no ha logrado lo que debiera (ignoro en nombre de quién ni llamado por quién) haber hecho. Todo ello se lo debe a su vida en Weimar: ahí es, para Ortega, donde radica y empieza la falsificación de la vida de Goethe, pues a partir de ese momento su vida se volverá un mero flotar sin rumbo ni sentido. En Weimar han terminado sus problemas vitales, ha entrado en el limbo, y ha comenzado su tiesura y su mal humor, que se debe a ese no haber seguido lo que era su vocación: “La dislocación se manifiesta en forma de dolor, de angustia, de enojo, de mal humor, de vacío; la coincidencia, en cambio, produce el prodigioso fenómeno de la felicidad” y aclara en otra página el propio Ortega: “El mal humor insistente es un síntoma demasiado claro de que un hombre vive contra su vocación”. Goethe por sus condiciones de vida la ha falsificado y convertido en el vivir propio de “un vegetal, una piedra o una estrella”: Goethe no vive, vegeta.
                El mismo Ortega anticipa que lo escrito por él sobre Goethe sería un gran revuelo, como ya, de hecho, había ocurrido, con Alfonso Reyes, quien escribe una larguísima carta a Eduardo Mallea a propósito de esta obra: “Ortega tiene la elocuencia de las sirenas. No se deje usted engañar. Ortega es sofística y arbitrario”. Sea como fuere el hecho es que es obvio que de hacer caso a Ortega nos saldría un Goethe que resultaría: “aproximadamente lo contrario que el dibujado en los evangelios hasta ahora impresos en las prensas germánicas. Nada más heterodoxo, en efecto, que presentar a Goethe como un hombre lleno de dotes maravillosas, con resortes magníficos de entusiasmo, con un carácter espléndido -enérgico, limpio, generoso y jovial-, pero ... constantemente infiel a su destino. De ahí su permanente mal humor, su tiesura, su distancia del propio contorno, su amargo gesto. Fue una vida a rebours. Los biógrafos se contentan con ver funcionar esas dotes, ese carácter, los cuales, en efecto, son admirables y proporcionan un espectáculo encantador a quien contempla la superficie de su existencia. Pero la vida de un hombre no es el funcionamiento de los mecanismos exquisitos que la Providencia puso en él. Lo decisivo es preguntarse al servicio de quién funcionaban. ¿Estuvo el hombre Goethe al servicio de su vocación, o fue más bien un perpetuo desertor de su destino íntimo? Yo no voy, como es natural, a decidir este dilema. En ello consiste aquella operación grave y radical a que antes aludía y que sólo un alemán puede intentar”. Creo que Ortega tira la piedra y esconde la mano, acusa…, pero no aporta la prueba.

            Este Goethe desde dentro es un ejemplo más del quehacer del filósofo Ortega y donde veo, quizá como nunca, por lo fresca que tengo la lectura de la biografía de Gracia… que, en realidad, no hablaba del autor alemán, sino de un pensador español llamado José Ortega y Gasset. 

7 de marzo de 2016

Ortega y Gasset, José: PIDIENDO UN GOETHE DESDE DENTRO (I de II)



Fue mi amigo Jesús García Cordero quien me puso en la pista de Pierre Hadot. Desde entonces hasta hoy han sido bastantes los libros de este autor que he comentado en este blog. Fue Hadot quien, en los años setenta, presentó la actividad del filósofo en la Antigüedad como un ejercicio espiritual, como una ascética. Los discentes anhelaban ser discípulos de maestros que los llevaran a lo mejor, pues la filosofía, cada escuela filosófica, comportaba un camino que transformaba la propia vida y la elevaba.
            La falta de lucha por alcanzar la coherencia y la unidad de vida siempre me han producido bascas, más aún entre quienes se tienen por maestros. Decía Ortega, y yo lo he repetido en innumerables ocasiones, que las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran. Si el filósofo aspira a la sabiduría, la lógica interna de su pensar obliga a que su vida se ajuste a su pensar mejor y más acertado.
            Según cuenta el propio Ortega, este Goethe desde dentro (1932) nace de una petición que se le cursa desde Alemania en el centenario del escritor alemán, de quien incluso llegará a dar conferencias multitudinarias en la misma Alemania. En realidad, fue Fernando Vela el instigador de esta obra que parte estructuralmente de lo que ya había hecho con Kant (1924) y desde el contenido de artículos que venían publicándose en la Revista de Occidente desde el año 23. Como suele ocurrirle a Ortega, dice no saber de Goethe y que bien debieran ser los propios alemanes quienes dijeran de él y su vida, si bien, por decir un decir, mi hombre se escribe un libro, bien en cierto, que con sus florituras de plantilla y sus decires…, pero un libro sobre cómo debiera pensarse e investigarse y escribirse una obra sobre el autor del Fausto o mejor, y más concreta y propiamente dicho, sobre cómo escribir una biografía, sobre una vida y en realidad sobre su propia vida, la de Ortega.
El divismo de Ortega, su continuo hablar ex-cathedra, su pedantería, ya lo habré escrito muchas veces por aquí me desagrada sobremanera y me resulta imposible sustraerme a ello. Sé, por experiencia propia, que todos padecemos, en un modo u otro, esa hidra llamada soberbia, pero la suya, como la del niño pequeño, que forma la pataleta, es un continuo e inevitable mascarón de proa de su hacer, su decir, su callar… cotidianos…, y es insufrible. Produce vergüenza ajena: no se besa porque no se llega.
Escrito esto, este Goethe desde dentro me sale al paso al hilo de la lectura de las Conversaciones con Goethe de Eckermann que leo desde hace semanas, sin prisa, pero sin pausa, y donde también hallé otro ramal que me llevó por José Ortega y Gasset de Jordi Gracia… y por esto… ya se verá más adelante porque en ellos estoy.
Como he escrito arriba, Goethe es una justificación para exponer los puntos de vista de Ortega. Antes de abordar lo que Ortega ha pensado sobre Goethe, lo que hace es una exposición general sobre lo que es la vida y cómo esta debe ser, en cualquier caso, contada desde dentro. Nos hallamos con el pensamiento orteguiano en estado puro. Conceptos como la vida como naufragio, la vida como quehacer y realidad futuriza, la vida propia que flota en la cultura camino de hacerse, el concepto de hallarme en la vida y tener que cumplir una vocación, ese principio pindárico que me llama… a ser quien soy. Cuando el mismo Ortega escribe ese “¡Tienes que ser!" -le decía la vida [a Goethe], que posee siempre voz y por eso es vocación-”, se me antoja una indecorosa falta de rigor semántico con respecto a lo que llamamos “vocación” que no se debiera confundir con inclinación, obligación, simpatía, necesidad, preferencia… y sí, en un sentido metafórico, que no debiera emplearse en asunto tan grave, vocación.
Me detengo un momento. En múltiples ocasiones Ortega hablará de esa llamada necesaria, no elegida, sino que el hombre busca -ese sentido, quizá del que Frankl habla-y que nos es dado y en ningún caso ideado por nuestra inteligencia: “Este proyecto en que consiste el yo no es una idea o plan ideado por el hombre y libremente elegido. Es anterior a todas las ideas que su inteligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad”. Para mí siempre fue un misterio esa realidad de la vocación en los puntos de la pluma de Ortega a la que el hombre está llamado … ¡porque ignoro por quién! ¿Quién me llama? No puede ser un qué lo que me llama, sino un quién y si borramos a Dios como realidad extrínseca a nuestro yo, ¿quién puede llamarnos?

La labor del biógrafo será actuar desde dentro de su biografiado. “El programa vital que cada cual es irremediablemente, oprime la circunstancia para alojarse en ella. Esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos -yo y mundo- es la vida. Forma, pues, un ámbito dentro del cual está la persona, el mundo y ... el biógrafo. Porque éste es el verdadero dentro desde el cual quisiera yo que mirase usted a Goethe. No el dentro de Goethe, sino el dentro de su vida, del drama de Goethe. No se trata de ver la vida de Goethe como Goethe la veía, con su visión subjetiva, sino entrando como biógrafo en el círculo mágico de esa existencia para asistir al tremendo acontecimiento objetivo que fue esa vida, y del cual Goethe no era sino un ingrediente”.