16 de enero de 2015

Ya no termino de leer todo lo que empiezo




        
    

Los hijos de la postguerra –aquí parece que solo hubo una-, que somos todos los nacidos tras el 1 de abril de 1939 En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo... hasta la fecha de hoy…
         Empiezo de nuevo: los hijos de la postguerra saben, sabemos… No.
      A ver si me explico por derecho. Entiendo por hijos de la postguerra a quienes nacimos entre el 39 y el 70, por echar el cerrojo en alguna fecha y esta me parece razonable. Y ahora a lo que voy. Quienes nacimos en esos años se nos enseñó, y sabemos, que es una impiedad y un despilfarro desperdiciar un chusco de pan: “Si se te ha caído, lo besas –te aleccionaban- y lo tiras en una papelera…, o mejor: ¡le soplas y te lo comes!”. Se hizo norma de educación en la mesa, siendo norma tal más falsa que el rey Miguel, que “es una falta de educación dejarse comida en los platos. Lo que se sirve se lo come uno, ¡que hay negritos y chinos que no comen!” (“¡Pues que se lo den a ellos –pensaba yo- y dejadme a mí en paz!”). Se aprendió también durante la guerra a freír con poco aceite, porque poco era el que tenían nuestras madres cuando comenzaban a guisar y por tanto siempre, y en toda receta de esos años, se aclara: “con poco aceite”, “con un poquito de aceite”. Y en estos hermosos años donde en toda cocina predominaba el plato de la austeridad y en toda mesa el hambre viva… es donde, entiendo, se forja la idea que da pie a lo que pretendo en esta entrada y ahora sucede.
         “A lo hecho, pecho”, “la fruta que se toca, se come”, “se elige la primera pieza de fruta que tienes delante en la bandeja, el bombón y el pastel que tienes delante es el que se coge”… ¡y eso es lo que había! En el mundo de los libros ocurría otro tanto. Todo libro que se empezaba ¡se lee hasta el final!, por vivir la fortaleza, por principio de moral kantiana: no olvidemos que la inmensa mayoría lo eran y lo son, sin saber ni quién era este buen hombre…  Dejar los quehaceres a medias, aunque sea un libro farragoso, malo de solemnidad, pésimo de contenido, infumable en su forma… “¡Te lo comes, si no, no lo hubieras empezado!”. El no me gusta, el no me apetece, el yo quiero cambiar… era una falta de orden, de constancia, de… vamos a decirlo ya de cojo… ¡hombría y mujerío de bien! Eso es. El libro que se empieza, se termina, “de la cruz a la raya”. He dicho.
         Mucho me temo que la lectura, como otras tantas realidades, no debían ser entonces, ni parece que deba serlo hoy, algo placentero, felicitario, amable, sino un medio para alcanzar metas superiores (?): mejorar la eficacia lectora, aprender para la vida, cultivarse, formarse, etc. y por tanto, el primer y principal aprendizaje era el de las virtudes –ahora no creo que esté esa palabreja ni el nuevo diccionario de la RAE o, al menos, vendrá precedida de la abreviatura ant., es decir, ‘anticuado’). Creo que esta era la razón que nos forzaba a la inmensa mayoría a leer el libro que se empezaba, aparte de que no eran muchos en general los libros que había en el común de las casas… ¡tampoco los hay hoy en general! (no olvide usted, con todos mis respetos, que un lector de este blog, como es su caso, no está en la media… ¡está muy por encima de la media!).
         Pensando en esto desde hace muchos años, con una convicción moral irracional, no meditada, pero asumida, nunca he dejado un libro a medias que yo recuerde… Salvo que fuese un bodrio… absolutamente infumable. En algún caso en que estuve de jurado de algún premio o premiete…, seguro… Y alguna obra, supuestamente consagrada, que no lo era sino por una parte interesada de la crítica y que no… Ahora recuerdo, por ejemplo, una obra así: la dejé en la segunda o tercera página… Dos… Bueno, no está mal: entre los miles de libros leídos, no está mal el haber dejado de leer, que yo recuerde ahora, dos obras: ¡no se dirá que no hay virtud, fortaleza, constancia, tenacidad, etc. en quien suscribe!
         Ha llegado esto, sin embargo, a un punto, dada la edad de servidor, que voy comprendiendo que, al paso lector que ahora voy, no llego ni a leer los libros que aún están sin haberlo hecho en la biblioteca de mi casa –y cuando escribo esto estoy a la espera de que me lleguen dos más y aun hoy llegó otro…: mal negocio-.
         Leo un artículo, muy de pasada, en un periódico donde se habla, al hilo de lo tratado de una autora y un libro de los que nunca antes supe –en el blog de Bernardo Munuera creí haber sabido de ello: error-. La autora se llama Nancy Pearl y su obra Rule of 50 for dropping a bad book. Me ha hecho gracia la lectura de un resumen de este libro (http://www.theglobeandmail.com/arts/books-and-media/nancy-pearls-rule-of-50-for-dropping-a-bad-book/article565170/), pues viene a decir lo que yo estoy dispuesto a defender a partir de ahora.
         La autora comenta que para ella era preferible dejar un mal libro, antes de seguir con él (ella creo que habla más desde el punto de vista emotivista, que no te gusta el libro, no te llena, no te coge… más que de la calidad literaria u otras razones de alcance más asentado y razonado). Que llegadas a las 50 páginas, número que improvisó en una conversación radiofónica, si no recuerdo mal, si el libro no iba… ¡se deja sin remordimientos, pues no era pecado! Ahora defendía otro número: se restaban a 100 tantos años como uno tuviera y ese era el límite concedido a una obra para dar de sí lo esperado por el autor. Es decir, en mi caso, 47 páginas y ni una más.
         Las rayas en el agua y en la arena donde rompen las olas… se me antojan razones de pan mojado, pero… A partir de ahora, y pronto empezaré a comentar algún libro también aquí, cuando el libro me parezca –a mí- infumable… lo dejaré.
         Una razón más de Nancy Pearl… que alguna vez comenté. Hará cerca de 30 años empecé a leer la Antropología metafísica de Marías: lo recuerdo como si fuera ahora. Llevaba el libro con enorme ilusión. Lo empecé por la noche. Esperaba disfrutar lo indecible de la obra, pues había oído mucho y bien de ella. Imposible. Se me atravesó en el coleto como si de una cucharilla de café se tratara… Lo tuve que dejar. Tiempo después, transcurridos años, volví sobre él con una soltura y con una ilusión que aún me dura por lo que aprendí en esa obra. La obra que hoy se deja, quizá mañana, en otro momento, por lo que sea… se puede coger con ilusión y leer con el ánimo y el temple adecuado. A veces no se alcanzó la altura que sea para poder acceder a la obra y, una vez llegados al buen punto, todo se hace amable, llevadero, fértil.

2 comentarios:

  1. Tienes gracia e ingenio al escribir, y razón sobre lo que escribes.
    Un abrazo, Antonio.

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  2. Un profesor que impartía la literatura de lengua española siempre nos conminaba a abandonar la lectura de aquel libro que por lo que fuere no nos llegaba a gustar. Leer un libro forzosamente podía producir un divorcio con la lectura. Yo, al menos, libro que empiezo, libro que termino. Baroja clasificaba entre buenos y malos lectores entre los que leían el libro entero y los que se remitían solamente a los párrafos imprescindibles. Baroja confesaba que él estaba entre los segundos. Un saludo.

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