30 de enero de 2015

Don Quijote y Sancho van a la escuela de la mano de la RAE (III de V)




          Vamos a por el punto quinto. En principio, parece, que todos tenemos claro que es necesario leer porque es bueno; que El Quijote en cuanto novela es excepcional y maravillosa y, por tanto, deducimos que también es bueno leerla, aunque seamos pocos los que leemos y menos aún quienes leemos y hemos leído y amamos el Quijote. Todo esto que se nos antoja tan evidente no debemos olvidar que puede ser verdad y no haber pasado, es decir, que las verdades axiomáticas no existen, insisto.
         La RAE, en este caso, metida a redentora de causas, cuando menos añejas, ha asumido la cualidad moral del gerente, experto en burocracia -personaje que tomo de MacIntyre. Los académicos van a desatascar el tubo ocluido desde hace más de un siglo y cortar con mimo el nudo gordiano: hacer accesible (¿?) el Quijote para la escuela. ¿Por qué? Porque ellos se atribuyen, sin saber cómo ni por qué, la eficacia y la pericia necesarias para solucionar el problema. Mas la dificultad es que la tal pericia resulta ser una ficción moral más, porque la clase de conocimiento que se requeriría para justificarla no existe. ¿Quién puede asegurar, cómo y por qué que la obra adaptada, o como la quieran llamar, es la obra idónea para la lectura que deben hacer los niños en la escuela y, más aún, de la lectura del Quijote en las aulas? La respuesta es obvia.
         Luego, se preguntará usted, y me pregunto yo, ¿por qué se han metido en semejante jardín? Don Darío Villanueva da explicaciones de compromisos históricos de la Academia que en ese trabajo se cumplen y porque hay una dificultad capital en la lectura de la genial novela de Cervantes: “La cumplida extensión de las dos partes de El Quijote, acrecentada por la interpolación de narraciones secundarias, así como la riqueza de su léxico y el amplio juego sapiencial, erudito y retórico del que el autor echa mano, frecuentemente en clave irónica, pueden convertirse, sin embargo, en barreras que dificulten la lectura de los más jóvenes”. Perdone, don Darío, ¿me está usted diciendo que debemos adaptar el Quijote por no ser obra idónea para los jóvenes (¡que Dios sabe qué significa para usted ser joven!)? Y me sigo preguntando ¿y si no es idónea para los jóvenes de donde nace el empeño de que lean esta obra y no otras miles que las hay que pudieran ser idóneas y dejamos para mejor momento la lectura de Cervantes? “¡¡Porque el Quijote es una obra imprescindible que debe leerse!!”. ¿Y puede decirme alguien dónde está escrita la obligación ineludible de la lectura de esa obra y para todos los españoles, habiendo sido mucha más la humanidad que no la leyó que la que lo hizo, y el mundo sigue por sus pasos contados?
         La capilla Sixtina es obra de enorme complejidad artística, como lo es el cuadro de Las Meninas, La rendición de Breda o La fábula de Aracne (conocido como Las hilanderas)…, mas ¿quién se atreve a quitar lanzas en La rendición, una enana y un perro en Las Meninas, el gato en Las hilanderas o un cuerno en El Guernica? ¿Acaso no sobran páginas en Los hermanos Karamazov, no es muy complejo Faulkner y muy lioso el Ulises de Joyce…? ¿¡Y a quién se le ocurriría reducir sus páginas para que se impartiesen y leyesen con mayor facilidad en un ámbito académico, en la escuela en concreto!?

28 de enero de 2015

Don Quijote y Sancho van a la escuela de la mano de la RAE (II de V)



     
 




         En cuarto lugar, y por no perdernos más, vamos a empezar este negocio de los antecedentes sobre el particular en el artículo que Ortega ya escribió sobre el tema, El Quijote en la escuela. De capital importancia, entiendo, es empezar la casa por los cimientos y, dado el caso, la pregunta se me antoja obvia antes de iniciar viaje: el para qué…; qué sentido tiene… la lectura de la sin par obra en semejante lugar. Según viene a decir nuestro querido académico, don Arturo Pérez Reverte, El Quijote es una herramienta que en manos de un profesor lúcido lo mismo sirve para explicar ética, moral…, de aventura, de coraje, de actitud ante el fracaso… Es decir, parece, deduzco, el Quijote no es una obra con finalidad propia, con razón y sentido propios, sino un medio para… ¿Un medio para qué? “Preparar para la vida”, parece ser, como dijeran, en distintos sentidos, Antonio Zozoya (La Libertad, 12 de marzo de 1920) y Ortega (El Sol, 16 de marzo de 1920). Zozoya, por lo mismo, defiende que es mejor leer periódicos en la escuela que no obras literarias. (Si usted, por curiosidad, escribiera en Google el periódico en la escuela, comprobaría que hay unos… Lo compruebo: 733.000 resultados aproximadamente, que el Señor bien guarde en la red; y en su seno al señor Zozoya, ¡y dejémoslo estar ahí!). Ortega, cerrado en banda, se va, como es norma en lo suyo, por los cerros de sus disquisiciones metafóricas… la bicicleta, la motocicleta, el pie… y las amebas…, la epanortosis y la vida ascendente de lo salvaje: ¡Es simpático nuestro don José!
         Así pues, la lectura del Quijote para los ensayistas y pensadores, Zozoya y Ortega, y para el académico, Pérez Reverte, la genial obra de don Miguel de Cervantes, tiene una finalidad didáctica, moral, tal y como expusiera, por ejemplo, nuestro don Juan Manuel en el prólogo de su Conde Lucanor: la obra es un envoltorio para enseñar. En el mejor de los casos, parece, la lectura, de la obra que sea, es un medio para mejorar una capacidad cuya finalidad será el acceso a ¿lo realmente útil?, ¿a lo verdaderamente verdadero…? ¿A lo esencial de la existencia? Si esto es así, y doctores, como se ve, tiene el negocio, ¿para qué gastar un tiempo y un dinero en la adaptación de una obra, que perderá su valor genuino, si ya existen obras de sobra con esa única finalidad y a todos nos acuden, como palomas a los yeros, autores y títulos? ¿Acaso no es esto desvestir un santo para vestir otro? ¿O es que, acaso, la obra de Cervantes es más que un mero instrumento –herramienta lo llama don Arturo- y tiene un valor intrínseco muy superior al que otras obras tienen y que ya, por pasar el Pisuerga por Valladolid…, y metidos en los cuarenta duros, podíamos dejar tal cual la parió su autor?

26 de enero de 2015

Don Quijote y Sancho van a la escuela de la mano de la RAE (I de V)



        


         No deja de ser curiosa la idiosincrasia de un pueblo como el español que, desde hace siglos, siendo huérfano de educación y ayuno de formación intelectual, donde se reclama de continuo mejor instrucción y más esmerada preparación, ¡y donde no hay quídam que no sepa con claridad meridiana qué es lo que se debe hacer para mejorar la educación y la instrucción de todo el vecindario! Todos, entre los Pirineos y Tarifa, sabemos la intemerata de materia educativa.
         Si de educación sabemos los españoles, de libros, esos chismes que tan poquitos nativos en España usamos http://cultura.elpais.com/cultura/2015/01/08/actualidad/1420721604_628302.html) , seamos de la profesión que seamos, incluidos cuantos trabajos intelectuales se enumeren, también sabemos los españoles otro cuarto y mitad de la citada intemerata. Con los dedos de las manos puedo citar a quienes conozco que habitualmente leen libros, y mi profesión es impartir clases.
         He leído entero el Quijote no menos de seis o siete veces en mi vida. Muchos capítulos sueltos otras muchas. Lo he estudiado y lo he explicado innumerables veces. Hay, creo, que cuatro ejemplares distintos de esa obra en casa. Me queda mucho que aprender en él y de él. Llevo más de tres décadas impartiendo clases… y me creo lo suficientemente ilustrado en la materia y en el arte de enseñar como para echar un cuarto a espadas en el tema que se ha suscitado en torno a la lectura o no del Quijote en nuestras escuelas e institutos.
         Sé que también voy tarde porque hace semanas que se habló de todo esto en la prensa… ¡pero como también se trató hace más de un siglo… voy, digamos, relativamente, tarde! España no es nación de problemas resueltos, sino de problemas mal formulados y, por tanto, irresolubles; mas allá voy que andando se quita el frío.
         En primer lugar quiero recordar que en incontables ocasiones a lo largo de la historia se ha querido que en las escuelas españolas, como norma, se leyera y así generar entre los alumnos el hábito y el gusto por esa maravilla que es la capacidad que el hombre tiene de leer y gustar de la lectura (aún hoy, si no me equivoco, está regulado el tratamiento de la competencia lectora que fijaron las administraciones en la LOE 2/2006, Real Decreto 1631/2006, Decreto 231/2007). Vano empeño en general pues la pescadilla se muerde la cola: es lo común que en las casas no haya ni libros ni gusto por la lectura, con lo que vuelta a empezar... Nadie da lo que no tiene, ni en casa ni en la escuela. La regla general ha sido que el alumno identifique la lectura con una actividad escolar, y esas actividades y ese espacio, la escuela, fueron más bien desagradables que de amables quehaceres, estancias y recuerdos (decía Leopoldo María Panero que la escuela es «una institución penal destinada a hacernos olvidar la infancia», y lo comparto en gran medida, pues más que de hacernos olvidar la escuela se ocupa de “asesinar la ilusión de la infancia”). La norma es que los niños leen por norma cuando normalmente se lee en casa y los padres leen y comparten con ellos la ilusionante aventura de divertirse con los libros. Y hay excepciones.
         En segundo lugar quiero recordar que la imposición de la lectura del Quijote en la escuela ha sido intento tan antiguo como ilusorio. Prueba de ello son los innumerables escritos que sobre el particular se pueden hallar, especialmente abundantes en el siglo XIX, pero los hay ya en el siglo XVIII. Nadie parece discutir la categoría y valor literarios de la obra, pero sí que debatimos, y no nos ponemos de acuerdo, si es conveniente o no leer esta obra en la escuela, cómo y cuándo. No debe olvidarse, ojo: que nos movemos entre muchas verdades axiomáticas, pero que estas no existen.
         En tercer lugar, y seguimos, hay que decir que no son pocos quienes coinciden en que la creación literaria española ha aportado a la mitología de la literatura universal cuatro seres por antonomasia, cuatro representantes singularísimos e imprescindibles: el pícaro (que nació Lázaro y en el Tormes, y dejó larga estirpe); la Celestina (proxeneta, bruja y artera); don Juan (de apellido Tenorio, distinguido catador de mujeres); y, por supuesto, ese juicioso loco y genial, hidalgo manchego, don Quijote, que junto a su inseparable escudero, Sancho Panza, son impar pareja inseparable de personajes conocidos por doquier. (A estas alturas, por deformación, profesional, tome nota, por favor: Primera pregunta: ¿Cuántos españoles universitarios cree usted que han leído las cuatro obras donde habitan los personajes citados? Haga un muestreo en su entorno y no se deje mantear en la venta porque siempre, a tuerto o a derecho, bien conviene tener la casa hasta techo… Que más vale que ande yo caliente… que no encenderme en calentura).

22 de enero de 2015

Alcántara Blanca, José: POR LOS VENAJES DEL PUEBLO



Es José Alcántara, Pepe, el Mocho, hombre de fino saber y observación atenta de cuanto le rodea. Su cátedra en Mundología la visita y ocupa a diario y desde ella hace uso de sus saberes: aprende y enseña. Sus inquietudes culturales, como escritor y como cantaor, vienen de antiguo y nacen y se nutren del pueblo para el que escribe. En la obra de mi amigo Pepe, en esta como en las anteriores, lo que observo es que él practica un sabio principio cervantino, que no es mala compaña: no hay nada universal que no tenga arraigo en la tierra. Así don Quijote es un héroe muy limitado geográficamente, pero así y todo es una de esas pocas aportaciones que cada pueblo puede hacer a la literatura de todas las naciones. Mi amigo Miguel Delibes, otro terruñero, decía: "considero que la universalidad del escritor debe conseguirse a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado", y otro tanto, ya por rematar, de otro don Miguel, el de Unamuno quien, singular siempre, decía que la historia universal se explica desde Brianzuelo de la Sierra. Pues eso: Pepe, con su escritura sutil, con su mirar inteligente, ahonda y abunda en cuanto con él se cruza, sean realidades abstractas o seres concretos de la naturaleza: animales, paisajes, personas, sus modos de convivir y relacionarse… Todo ello se analiza en el tamiz de su experiencia un tanto, permítaseme, sanchopancesca: realista y refranero, austero y socarrón, en todo caso sentencioso, senequista, con un punto de ironía, y un tanto lioso. Todo es trascendido y puesto en una clave donde se halla lo universal humano.

         Sabía de la creación de esta obra que hoy reseño porque durante su proceso creativo alguna vez hablamos de ella. Alguna vez me contó de sus pesquisas. Alguna vez me recitó, e incluso cantó, algunas de sus letras.

         Me admiran las múltiples facetas que dan pie a sus cantes, la variedad de estos y el dominio que Pepe tiene de ellos, porque el libro, quizá debiera haberlo escrito antes… es de letras flamencas. El título lo toma de un verso hernandiano y el suyo, el verso de Pepe, brota de esas venas del sentir popular que no siempre dan agua limpia y clara porque “las apoderadas del Arte Flamenco siempre fueron doña Miseria y doña Calamidad”, escribe en la nota que abre esta obra. Ese curso de versos dan vida, sin embargo, a finos arroyos de agua cristalina donde se puede beber sin miedo, porque en los versos de Pepe no hay trampa ni cartón, no hay más cera que la que arde… Ahí expuesta, a la luz, al vivo sol que unas veces calienta más y otras…, pues eso: que si no hay vino, agua fresca, pero se puede beber, insisto, sin miedo, del venero, de los venajes de Pepe.

          Sentencioso y sapiencial en sus maneras personales, no lo podía ser menos en sus versos, donde lo hallamos rotundo, berroqueño, seguro. Entre las violetillas y las flores silvestres de lo popular pueden hallarse, ¡cómo no!, esos otros rasgos culturalistas del hombre atento a todos y a todo, así nos cruzamos con don Francisco de Quevedo, el Lazarillo, Juan Ramón, Engels y Marx… y la Biblia en verso.

         Insiste nuestro poeta en el amor no logrado o malogrado en su proceso, con la visión de desencanto y desencuentro entre los amantes, con un final de ruptura y sufrimiento. Se muestra escéptico y avecindado a cierto cinismo cuando nos habla del bueno como tonto que siempre estará condenado, Sísifo eterno, a soportar las piedras que los malos ponen una y otra vez en su camino, en su cuesta arriba, en sus traiciones… Hay poca luz, diría alguien, en los poemas de José Alcántara: no hay salidas, no hay puertas, insisto: no hay más cera que la que arde y arde y mucho siempre para los mismos… ¿Dónde lo positivo de un mundo que siendo bueno no hay quien pare en él? El poeta canta lo que le rodea y cómo lo ve, pero no está entre sus quehaceres el dar salida y solución al mal…

         La política no podía dejar de estar presente en el atento escrutador de lo cotidiano. Lee Pepe a diario los periódicos, unos días con más tiempo y otros echándoles un vistacillo… La política se refleja como una realidad terrible donde quedan siempre los problemas sociales de los más débiles en el alero, a la intemperie siempre, en la cola, a la espera, pero Pepe no deja por ello de denunciar lo evidente, pues, siéndolo, como aquel rey desnudo que mostraba sus partes, nadie se atrevía a denunciarlo, pero no es el caso de los versos de José Alcántara que no tiene inconveniente en decir a pie quieto que el rey está desnudo: que el pobre es despreciado y arrinconado, humillado, ofendido, olvidado una y otra vez por una política de grandes cifras y brillos, pero que no alcanza a ayudar a los más indefensos. Es cierto que, a lo peor, podemos encontrar en sus versos cierto maniqueísmo estereotipado en ciertos ámbitos: el rico es naturalmente malo, como bueno el pobre, aunque como él mismo dice en su nota del comienzo, por desgracia: “Los cerdos están muy repartíos”.

         No cabe duda de que sabe Pepe de los cantes y de las palabras. Cierto es que entre los cardos y cambrones surge el verso delicado, el sentimiento sencillo y cargado de ternura, del que pronto se recupera el poeta con una impertinente tos sobrevenida que ayuda al disimulo, pues parece sentir cierta vergüenza ante el derroche de ternura mostrada. El flamenco, servidor no entiende, me da, no se estila ni estira en delicadezas, sino que tiende por natural a lo bronco y agrio, a lo áspero y ácido, porque quizá la vida, demasiadas veces, más es esto que aquello otro.

         Como no podía ser de otro modo, en el uso de las palabras hace gala el poeta de su extenso conocimiento del habla andaluza y en particular de la torrecampeña (no en vano es autor de un vocabulario, El habla torrecampeña). Usa con desparpajo la grafía de las palabras según se pronuncian en su tierra y así hallamos la pérdida de la interdental entre vocales: na, por ‘nada’, to por ‘todo’, pué por ‘puede’, etc.; como muchas otras expresiones andaluzas: todico, pa por ‘para’… Muchas de ellas son también, entiendo, licencias del cante. Las palabras de uso común, insisto, en andaluz y en torrecampeño, en la obra, son legión.

         Es la creación poética una actividad semiclandestina, propia de seres marginados y marginales, y como tal recibo el libro de mi amigo José Alcántara que me lo da como si me pasara un artículo a ciclostil contra Franco en los años 60.

         Pepe, muchas gracias por tu dedicación y por tu libro, que bienvenido es.

20 de enero de 2015

Yo soy un charlie… CUALQUIERA, pero no HEBDO.




          Querido charlie:

         Todo es igual. Todo es relativo. Da lo mismo. No importa. Nimiedades. ¿Acaso no es igual un musulmán que un cristiano, un sudista que un yanqui, un coreano que un catalán? Menudencias. ¿Por qué tu libertad de expresión no tiene límites? Todo aséptico. Todo políticamente correcto. Y si da igual ¿por qué me obligan a ir al cole hasta los 16 y a hacer la declaración de la renta? La minoría es buena por el hecho de serlo (¿por qué?). El distinto no por ello es malo, pero ¿es necesariamente bueno y digno sin más de ser distinguido y acogido? ¿Por qué te ríes de mis padres y haces burlas de mis creencias? Insignificancias. Es indiferente. ¿Quién ha dicho que el distinto necesariamente venga en son de paz y amor, dispuesto a convivir con quienes lo acogen, a amarlos y a vivir en unos valores, que ya no existen, y a cumplir con las pautas de la casa ajena que lo acoge? Si todo puede ser motivo de burla, de chacota, de broma, de humorada, de chiste… ¿donde queda el respeto por el otro? ¿Hasta dónde puede alcanzar la humillación del otro para provocar la risa general? ¿Puedo burlarme de todo y de todos para que algunos se rían? ¿Estamos dispuestos a debatir, sin pruebas por parte de quienes acusan, sobre la honorabilidad y dignidad de nuestros seres amados? Bagatelas. ¿Incluye mi libertad el ofenderte y denigrarte? ¿Debe dar igual la justicia que la injusticia? ¿Sólo la propiedad privada es sagrada? Eres un pacato. Hagamos burla de los vivos y de los muertos. Eso son fruslerías, ¿no sabes? Da igual que el balón entre o no en la portería, ¡todo es gol, todo es motivo de risas! ¿Por qué había de haber algo sagrado, si no lo hay para mí, por qué había yo de respetarte y respetar tus creencias? Ya ves, para él, o para mí, o para nosotros, el valor de una vida se equipara a un mal chiste, a una broma de mal gusto. Mal plan. ¿No se ha hecho tabla rasa? ¿Qué todo tiene un límite? ¿Qué límite tiene? ¿Acaso, el que tú quieres imponerme? ¿Por qué no vale mi límite que es un más allá del tuyo, un límite, digamos… ¡sin límites!? Tú juegas sin límites contra mí, pero quieres imponerme unos límites… ¿cuál es el motivo racional que justifica la existencia del límite ahí en tu país, en tu nación, en tu pensamiento racionalista? No lo veo. ¿La dignidad de tus valores? ¿Qué dignidad y qué valores? ¿O esa dignidad y esos valores no valen para mí ni me protegen a mí? Búrlate de la Iglesia. Búrlate de Mohoma. Todo es humor. El humor si es ofensivo, no es ofensivo. La línea roja es una chorrada, una nadería ecolálica, una expresión, para él no hay líneas rojas, ni para mí, ni para ti… Todo vale… y así…, desgraciadamente, donde todo da igual es porque nada tiene verdadero valor. Todos los valores son intercambiables y vacuos. Tu libertad socava mi dignidad y me humilla. ¿Porque tú eres más fuerte tu libertad va más allá de la mía y así la tuya carece, parece, de límites, mientras que la mía, pobrecillo, al ser débil no tiene alcance? ¿Qué me cuentas? ¿Acaso la libertad, el bien, la verdad, la belleza, el mal, el horror, el terror son divisibles? ¿No se dañará toda libertad mientras haya un ser esclavizado…? Boko haram. Tú pones las reglas porque eres rico, poderoso, fuerte… No por pobre, indefenso y débil soy bueno, pero tampoco lo eres tú por todo lo contrario. ¿Vale tu modo de atacar y razonar, pero mis torres, mis peones, mi reina y mi rey, y mis caballos están clavados en los escaques, fijados en el tablero? No porque muchos estén de acuerdo con que es de noche a las 12:00 de mediodía en la Puerta del sol… lo es. ¿La libertad de expresión está por encima de la dignidad? Es más: ¿Puede existir una libertad de expresión que suprime la dignidad de las personas? La verdad no es problema de cantidad. El bien y el mal no se deciden a mano alzada, ¿o sí? Donde todo vale, nada vale, charlie, no lo olvides.

Tucho Castelo.

16 de enero de 2015

Ya no termino de leer todo lo que empiezo




        
    

Los hijos de la postguerra –aquí parece que solo hubo una-, que somos todos los nacidos tras el 1 de abril de 1939 En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo... hasta la fecha de hoy…
         Empiezo de nuevo: los hijos de la postguerra saben, sabemos… No.
      A ver si me explico por derecho. Entiendo por hijos de la postguerra a quienes nacimos entre el 39 y el 70, por echar el cerrojo en alguna fecha y esta me parece razonable. Y ahora a lo que voy. Quienes nacimos en esos años se nos enseñó, y sabemos, que es una impiedad y un despilfarro desperdiciar un chusco de pan: “Si se te ha caído, lo besas –te aleccionaban- y lo tiras en una papelera…, o mejor: ¡le soplas y te lo comes!”. Se hizo norma de educación en la mesa, siendo norma tal más falsa que el rey Miguel, que “es una falta de educación dejarse comida en los platos. Lo que se sirve se lo come uno, ¡que hay negritos y chinos que no comen!” (“¡Pues que se lo den a ellos –pensaba yo- y dejadme a mí en paz!”). Se aprendió también durante la guerra a freír con poco aceite, porque poco era el que tenían nuestras madres cuando comenzaban a guisar y por tanto siempre, y en toda receta de esos años, se aclara: “con poco aceite”, “con un poquito de aceite”. Y en estos hermosos años donde en toda cocina predominaba el plato de la austeridad y en toda mesa el hambre viva… es donde, entiendo, se forja la idea que da pie a lo que pretendo en esta entrada y ahora sucede.
         “A lo hecho, pecho”, “la fruta que se toca, se come”, “se elige la primera pieza de fruta que tienes delante en la bandeja, el bombón y el pastel que tienes delante es el que se coge”… ¡y eso es lo que había! En el mundo de los libros ocurría otro tanto. Todo libro que se empezaba ¡se lee hasta el final!, por vivir la fortaleza, por principio de moral kantiana: no olvidemos que la inmensa mayoría lo eran y lo son, sin saber ni quién era este buen hombre…  Dejar los quehaceres a medias, aunque sea un libro farragoso, malo de solemnidad, pésimo de contenido, infumable en su forma… “¡Te lo comes, si no, no lo hubieras empezado!”. El no me gusta, el no me apetece, el yo quiero cambiar… era una falta de orden, de constancia, de… vamos a decirlo ya de cojo… ¡hombría y mujerío de bien! Eso es. El libro que se empieza, se termina, “de la cruz a la raya”. He dicho.
         Mucho me temo que la lectura, como otras tantas realidades, no debían ser entonces, ni parece que deba serlo hoy, algo placentero, felicitario, amable, sino un medio para alcanzar metas superiores (?): mejorar la eficacia lectora, aprender para la vida, cultivarse, formarse, etc. y por tanto, el primer y principal aprendizaje era el de las virtudes –ahora no creo que esté esa palabreja ni el nuevo diccionario de la RAE o, al menos, vendrá precedida de la abreviatura ant., es decir, ‘anticuado’). Creo que esta era la razón que nos forzaba a la inmensa mayoría a leer el libro que se empezaba, aparte de que no eran muchos en general los libros que había en el común de las casas… ¡tampoco los hay hoy en general! (no olvide usted, con todos mis respetos, que un lector de este blog, como es su caso, no está en la media… ¡está muy por encima de la media!).
         Pensando en esto desde hace muchos años, con una convicción moral irracional, no meditada, pero asumida, nunca he dejado un libro a medias que yo recuerde… Salvo que fuese un bodrio… absolutamente infumable. En algún caso en que estuve de jurado de algún premio o premiete…, seguro… Y alguna obra, supuestamente consagrada, que no lo era sino por una parte interesada de la crítica y que no… Ahora recuerdo, por ejemplo, una obra así: la dejé en la segunda o tercera página… Dos… Bueno, no está mal: entre los miles de libros leídos, no está mal el haber dejado de leer, que yo recuerde ahora, dos obras: ¡no se dirá que no hay virtud, fortaleza, constancia, tenacidad, etc. en quien suscribe!
         Ha llegado esto, sin embargo, a un punto, dada la edad de servidor, que voy comprendiendo que, al paso lector que ahora voy, no llego ni a leer los libros que aún están sin haberlo hecho en la biblioteca de mi casa –y cuando escribo esto estoy a la espera de que me lleguen dos más y aun hoy llegó otro…: mal negocio-.
         Leo un artículo, muy de pasada, en un periódico donde se habla, al hilo de lo tratado de una autora y un libro de los que nunca antes supe –en el blog de Bernardo Munuera creí haber sabido de ello: error-. La autora se llama Nancy Pearl y su obra Rule of 50 for dropping a bad book. Me ha hecho gracia la lectura de un resumen de este libro (http://www.theglobeandmail.com/arts/books-and-media/nancy-pearls-rule-of-50-for-dropping-a-bad-book/article565170/), pues viene a decir lo que yo estoy dispuesto a defender a partir de ahora.
         La autora comenta que para ella era preferible dejar un mal libro, antes de seguir con él (ella creo que habla más desde el punto de vista emotivista, que no te gusta el libro, no te llena, no te coge… más que de la calidad literaria u otras razones de alcance más asentado y razonado). Que llegadas a las 50 páginas, número que improvisó en una conversación radiofónica, si no recuerdo mal, si el libro no iba… ¡se deja sin remordimientos, pues no era pecado! Ahora defendía otro número: se restaban a 100 tantos años como uno tuviera y ese era el límite concedido a una obra para dar de sí lo esperado por el autor. Es decir, en mi caso, 47 páginas y ni una más.
         Las rayas en el agua y en la arena donde rompen las olas… se me antojan razones de pan mojado, pero… A partir de ahora, y pronto empezaré a comentar algún libro también aquí, cuando el libro me parezca –a mí- infumable… lo dejaré.
         Una razón más de Nancy Pearl… que alguna vez comenté. Hará cerca de 30 años empecé a leer la Antropología metafísica de Marías: lo recuerdo como si fuera ahora. Llevaba el libro con enorme ilusión. Lo empecé por la noche. Esperaba disfrutar lo indecible de la obra, pues había oído mucho y bien de ella. Imposible. Se me atravesó en el coleto como si de una cucharilla de café se tratara… Lo tuve que dejar. Tiempo después, transcurridos años, volví sobre él con una soltura y con una ilusión que aún me dura por lo que aprendí en esa obra. La obra que hoy se deja, quizá mañana, en otro momento, por lo que sea… se puede coger con ilusión y leer con el ánimo y el temple adecuado. A veces no se alcanzó la altura que sea para poder acceder a la obra y, una vez llegados al buen punto, todo se hace amable, llevadero, fértil.

10 de enero de 2015

Baroja, Pío. EL ÁRBOL DE LA CIENCIA (II, de II)



          Dejé la entrada anterior con una pregunta colgada como si de una novela por entregas se tratara. Lo malo es que la respuesta no puede ser rotunda, como imaginaría el lector. Lo ignoro. No sé si se la novela elegida como lectura recomendable para los bachilleres es o no la mejor novela del vasco…, pero sí sin duda, de eso estoy seguro, es representativa de su creación novelística y considero que también lo es de un ambiente y un sentir de finales del XIX y comienzos del XX, por más que se diferencie lo indecible de las novelas unamunanianas, azorinianas o vallinclanescas. El árbol de la ciencia (1911), la tercera entrega de la trilogía barojiana de La raza, compuesta por La dama errante (1908) y La ciudad de la niebla (1909), es obra que bien puede servir a un alumno para hacerse una idea sobre qué escribía y cómo Baroja (por cierto, ahora mismo no recuerdo a ningún alumno que me haya dicho que se lo ha pasado bien leyendo esta novela, tampoco les gustó Machado, ni Juan Ramón… y el problema no es de ninguno de los tres escritores, sino del mal gusto de mis alumnos y de la extendida creencia de que toda opinión sobre cualquier tema es respetable, digna, eminente… Todo ello, a su vez, parte y mana de la misma fuente, ¡la ignorancia y la soberbia que nos envenenan!).
         ¡Qué interesante sería para esos bachilleres estudiar de modo interdisciplinar esta novela! La Biología, la Historia, la Filosofía, la Literatura, la Lengua se hallarían convocadas por derecho propio… ¿mas quién es el guapo que le pone el cascabel al gato donde en la puerta de cada aula reza: “Cada maestrillo tiene su librillo”? Apaga y vámonos y a otro perro con ese hueso.
         Identificar la esencia con la existencia da como resultado último que el sentido de toda vida da al zaguán de la muerte, confundiendo fin y sentido. Andrés Hurtado, ese diletante divagador, carece de sentido vital. La ilustración acabó con la teleología de la existencia… Se dan cita Schopenhauer y sobre todo Hume, Kant y Kierkegaard dando una larga cambiada a lo que había sido el sentido de la acción moral humana. Andrés Hurtado el alter ego del joven Baroja no encuentra hueco de puerta con anchurón más hermoso para salir que el suicidio. Hurtado es un pusilánime, un hombre ahíto de noluntad… Rara vez, aunque él crea que así es, nos encontramos con un hombre activo, creativo…, porque no lo es. Hurtado es un muchacho y un hombre que reacciona a los empellones que la vida le va dando: reacciona, pero no actúa, no toma iniciativas firmes. Acepta casarse con Lulú, por alcanzar un reducto del que ni siquiera está seguro de conseguir. Teme tener un hijo, acción propia del magnánimo, y el destino, la providencia, el azar… lo premia con la muerte de su hijo y de su mujer… El nihilismo donde ha vagabundeado durante toda su vida baja el telón de forma brutal. A Hurtado, el egoísta, el nihilista, el inmoral –aunque él se piense amoral-… le ha sobrepasado su circunstancia y carece de fuerza para salvarla, como le pediría su interlocutor sobre la novela, don José Ortega y Gasset.
         Otras opciones ideológicas de los amigos de Hurtado tampoco conducen a solución ninguna, porque llamar a la puerta equivocada, sea la nada o la superficialidad, conducen irremisiblemente a las vidas fracasadas que Baroja nos va mostrando entre idas y venidas, ¡tan propias de sus personajes!, entre los más variados espacios –generalmente urbanos y situados en Madrid- de los que él tenía cumplido conocimiento. Así Julio Aracil es otro desgraciado que eligió una opción distinta, pero igualmente vacua que la de Hurtado, por ejemplo. Sánchez el médico, Niní, su cuñada, doña Leonarda, su suegra, el propio padre de Andrés, don Pedro o sus hermanos… y tantos ejemplos que se pueden hallar en la novela. Todos ellos títeres a merced de una circunstancia que ni puede la voluntad dominar ni la inteligencia tiene fuerza para clarificar.
         La vida toda en la obra que Baroja nos muestra por el quehacer vital de Andrés Hurtado es un puro obstáculo. El presente es horroroso. El futuro se muestra obstruido, ocluido por un todo indescifrable que, además, poco importa, seguro, para el desesperanzado, pues dará irremediablemente en el vacío, en la nada.

5 de enero de 2015

Baroja, Pío. EL ÁRBOL DE LA CIENCIA (I, de II)



        


          Si yo preguntase quiénes de ustedes han leído a Julio Casares, muy probablemente no más de un par de ustedes lo hayan hecho, ¡y me sé un hiperbólico andaluz! Es posible que a alguno de ustedes les suene ese nombre del diccionario ideológico –aquí a mi vera vive instalado en la balda de diccionarios-, el famoso Casares, a secas, sin más… (¿Se puede saber cuándo la RAE acogerá ese diccionario en su seno y lo publica en disco para mejor y más fácil acceso? ¡Qué lástima de tantos ímprobos trabajos malquistados hechos por tantos grandes españoles para tan poquito! Casares que era un español sabio afirmó no obstante, curándose el hombre en vida: Lo que quede de mis trabajos no tendrá nunca importancia suficiente para que las gentes pierdan el tiempo en enterarse de cómo era Julio Casares, si es que se acuerdan de mi nombre”). Vaya mi agradecimiento y mi admiración desde aquí. Quienes dispongan de un ratico y deseen pasarlo amable no dejen de visitar http://www.juliocasares.es/, conocerán a uno de esos grandes hombres que hacen Castilla y España… ¡y los gastan, desprecian y olvidan!

         Por casa se encuentran dos libros –consejo de don Alfonso Sancho Sáenz- de este autor granadino, Julio Casares (algunas papeletas de la Academia dirigidas a mi abuelo también había): Crítica profana (1914) y Crítica efímera (1916) donde se daba cumplida cuenta, entre otros artículos, en hora tan temprana, de los plagios que don Ramón del Valle-Inclán se cuajaba (también Azorín salía a retortero). Valle-Inclán no solo plagiaba a otros autores, sino que se autoplagiaba, lo que no pasaba de ser una farsa perfecta dentro de la propia farsa que la literatura es. Casares destapó aquella olla de esencias manifiestas a la que Valle contestó en la prensa, si no me falla la memoria, con algunos otros textos de la misma factura que, digamos, “se le habían pasado” al sabio de don Julio… Imposible sentir vergüenza cuando se carece de ella, y en esto y para esto, Valle estaba ayuno. En años anteriores y sin piedad se hizo burla sangrante de las bufonadas de Valle, de su melena pringosa, su chisterón de payaso… de sus plagios y sus obras. Al final, Valle, como escribe Zamora Vicente: “Cada vez veo más a Valle entregado a esa tarea de hombre al que la fantasía le funciona siempre de igual modo: reelaborando, introduciendo lo ajeno como propio. El anecdotario más fidedigno revela también esa cualidad extraordinaria que hace más valiosa la segunda vida valleinclanesca que la primera, ajena en la mayor parte de las veces”.

         Estos dos largos párrafos para decir que había olvidado cómo una escena de El árbol de la ciencia (1911) de Baroja renace casi idéntica en la obra de Valle, Luces de bohemia (1920)… Se trata nada más y nada menos que del velatorio de Max, al que, creía yo saber, había asistido el propio Valle, pues se trataba del velatorio auténtico de Alejandro Sawa… ¡Y ahora vaya usted a saber! A veces grandes cataclismos terminan en casi nada y grandes montañas, creo que fue Horacio quien lo dijo, paren ratones. A lo peor este es uno de ellos.

* * *

         Ya di cuenta aquí de la inclusión de El árbol de la ciencia como obra recomendada en Andalucía como lectura para los alumnos de 2º de bachillerato… (ahora que tan de ferviente moda está que académicos, capataces, zapateros y organilleros echen su cuarto a espadas en cuanto a las lecturas que deben o no hacer los bachilleres…).

         ¿Es El árbol de la ciencia la mejor novela de Baroja?