2 de enero de 2014

Fontana, Josep, Historia de España. La época del liberalismo. Volumen 6 (parte II)


JOSEP FONTANA
                                              A don Luis Coronas Tejada

         Antes…, en la historia que aprendí de niño, las figuras señeras absolutamente individuales lo eran todo: contra Roma Viriato solo, ese pastor lusitano, se erguía en un gigante que vencía romanos en los desfiladeros y en los recodos a batallones (igual que Asterix y Obélix en los dibujos); Agustina de Aragón, con un mechero de yesca y un cañón, pelaba a los franceses como a los pollos en Utrera; en Villalar a Padilla, Bravo y Maldonado le cortaron el gañote por levantarse contra el Jefe del momento y eso no se hace, pero recogían adhesiones y admiración, mas el Jefe era el Jefe y en ese momento era Carlos I de España y V de Alemania (esa V no significa usted, como algunos creyeron en algunos exámenes, sino QUINTO)… y es rey no admitía chistes de El Jueves.
         Ahora, después de Antes, en este siglo XIX, parece que los personajes son unos mamarrachos ramplones y bandoleros agobiados por su egoísmo, su codicia y sus mentiras, que hacen del supuesto servicio al prójimo y a la patria su olla gorda, sus cuentas sin cuento de billetes bajo las baldosas de los bancos allende las fronteras. Políticos que se enriquecen, reinas más putas que las gallinas (que aprendieron a nadar…), reyes infieles y puteros (la lista, parece, nos llega al día de hoy). Una reina con continuos amantes de usar y tirar, un marido maricuela con sus propios amantes, ellos, y una obsesión religiosa enfermiza y una mamá, la regente María Cristina, a quien le crecían más las uñas que el pelo y que arramblaba con el manso… Esta compañía de malos titiriteros nos llenan de caprichos desde el año 33 al 68, con “Los oscuros manejos de las tres camarillas reales: la de Isabel con su amante de turno. La de Francisco de Asís y su cortejo frailuno y la de de la reina madre y su consorte, atentos siempre a enriquecerse con sus negocios y especulaciones”.
         ¡Qué pena de tanta buena oportunidad desaprovechada y perdida para siempre, insisto, por el egoísmo y la codicia! ¡Cuántas ilusiones enterradas para siempre junto a las tumbas de quienes fueron masacrados! ¡Cuánta injusticia en tantas muertes absurdas!
         Anoto una idea de Prim (a quien, me temo, mandó matar un pariente de quien suscribe) y de quien no ha mucho leí también una biografía (Emilio de Diego, Planeta, 2003), la idea viene a decir que había Juntas hasta en las aldeas, lo que me pareció tan genuinamente español (no hacer nada en equipo) que se me saltaban las lágrimas de emoción al reconocer que seguimos fieles a ese espíritu del que tanto habló Unamuno: juntos, ¿españoles?, ¡a ningún lado!
         Escrito esto, amargo poso de la historia leída, dirijo mi mirada, la que tengo, hacia el autor de la obra, a quien, insisto nunca hasta la fecha había leído.
         Voy tomando nota mientras leo y tengo la sensación terrible de que existe en el libro una clarísima división maniquea entre los buenos y los malos. Reconozco ser lego en la  materia, pero nunca hasta ahora había oído o leído el calificativo de derecha a la política conservadora, absolutista, monárquica de María Cristina, como el autor escribe en la página 186 y, por el contrario, no he leído ni una sola vez el término izquierda, en ningún lugar, incluido esta obra, para calificar a quienes podríamos caracterizar como antagónicos a lo que la regente, en su papel de tal y después, representó. Si hay derecha, deber haber izquierda mas en el libro no comparece con tal significante (salvo error).
         Comprendo que el autor en un volumen de menos de 600 páginas se vea obligado a hacer una síntesis muy sintética de la historia del XIX, pero al no hacerla por igual, con equilibrio (¿es que debía haberlo en algún sentido?), me da la impresión de que se hacen afirmaciones tan genéricas que se visten de falsedades de no matizarse un poquito más. Es así curioso que creo no haber hallado en la obra religioso que lo fuera ni medianamente bueno para el autor, salvo que fuera contra la Iglesia. Por norma todos los religiosos ahí presentes son barojianos, fanáticos, incultos, groseros, más no hay liberales ni laicistas que caigan en tales excesos irracionales, pues todos parecen ser razonables, escrupulosos cumplidores, respetuosos, equilibrados, justos y benéficos.
         Citar la anécdota como tal a pie de página bien puede ilustrar la categoría (por cierto no hay notas al pie, aunque, al parecer, hay citas textuales), pero hacer categoría y norma de lo puntual y anecdótico me parece superchería. Son muchas las ridiculeces, entiendo que impropias de un autor tan distinguido y de obra tan trabajada, a las que desciende Fontana para poner en solfa una y otra vez a la Iglesia y a los fieles que la conformaban entonces, como ministros o como pueblo. Una y otra vez el procedimiento empleado es simple: dejar en ridículo escorzo por ejemplo al Papa, al margen de su maldad o bondad, pero ridículo:

            La última legislatura de las cortes del reinado de Isabel II se inauguró el 27 de diciembre de 1867, con un discurso en que la reina se felicitaba de «la política tan enérgica como previsora y prudente adoptada por mi gobierno después de las rebeliones de enero y junio del año anterior» y de la supuesta mejora de la Hacienda pública, lo que más bien parecía un sarcasmo. (Como podía parecerlo el hecho de que el papa Pío IX le concediera por entonces a Isabel la Rosa de Oro «por las altas virtudes con que brillas».), p. 345

         Lo que así escrito, por su impertinencia académica, si lo fuera por un doctorando, sería tachado inmisericorde por su director por importuno. ¿A qué viene citar las témporas si hablamos de las almorranas? ¿En cuántos discursos de tantos y tantos no se enaltecieron las virtudes de esa doña Isabel II siendo un puto troncho? Al profesor Fontana se le ve el discurso.
         Ciertas ironías que si no fueran, insisto impertinentes desde el punto de vista del discurso intelectual e histórico, harían sonreír por su malicia aquí sencillamente van marcando un cauce desde el punto de vista ideológico que no queda reconocido sino hasta la página 438, donde el autor confiesa su credo que ha guiado sus apreciaciones subjetivas sobre hechos concretos y que me parece perfecto, si se avisa de antemano, mas reconozco que entré equivocado.
         Que se me antoja a mí a estas alturas que hay historiadores guerrilleros y trabucaires, pues todas las profesiones en España parecen ser fecundas en esto de echar su cuarto a espadas a la hora de cazarnos entre nosotros, los españoles, unos a otros, con bizarro odio y a tiro limpio o navajazo de costadillo, procurando, siempre que sea posible, laminar y hacer desaparecer al otro de la faz de la tierra. Cuando no tiros, bien podemos hacer de toda investigación cualquier atisbo de desequilibrio, afectado ideológicamente, diciendo verdades torticeras y a medias y sesgadas, y si no disponemos de munición real, no está de más tirarnos documentos, libros, datos, cátedras… o muertos. Así, por no meter mucho el dedo en el ojo y por comentarse solo, cito, por último: “fue reprimido con la brutalidad con que actuaban habitualmente los moderados” (p. 245), sin lugar a dudas los liberales actuaban con gran liberalidad. Serían más las citas que esta calaña podría aportar, pero con lo visto y escrito basta.
         Desde la estantería me mira Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945 del mismo autor. Malo sería volver a encontrarme semejantes exabruptos en más de mil páginas con que amenaza la obra. Tiempo al tiempo.
        

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