26 de noviembre de 2013

García-Villoslada, Ricardo; Llorca, Bernardino, Historia de la Iglesia católica. III: Edad Nueva: la Iglesia en la época del Renacimiento y de la Reforma católica (1303-1648)



        
           Mil páginas de Historia de la Iglesia en letra menuda, bien leídas, no son cuestión de un rato. Esto es lo que he hecho durante estos meses, a la vez que trabajaba o leía otros textos, otros libros.
         Cierto que había leído y estudiado con detalle algunas etapas de la Iglesia, pero nunca lo había hecho con tanto mimo y durante tanto tiempo.
         De la obra quiero decir que en algunos momentos me ha parecido muy general y anticuada, así como excesivamente complaciente con determinadas realidades, hechos históricos, personas, etc. que en las teclas de una persona no creyente o de un sacrofóbico laicista serían puestas en la picota, que no crucificadas. Supongo que los autores se sujetaron a lo que se puede hacer en una historia general y que para completar están las monografías (muchas de las citadas ciertamente muy antiguas, ¿no se ha editado nada más nuevo desde hace treinta o sesenta años? No obstante, algunos más tiene la República de Platón y aún se deja leer…).
         Para una persona creyente creo que esta historia quizá muestre que la Iglesia, sin duda, es la historia de las misericordias de Dios. Allí donde los hombres se equivocan por necedad, indigencia, maldad, etc. el Espíritu Santo drena, limpia, cauteriza, achica agua… para que la barca de Pedro no se hunda y pueda permanecer fiel hasta el final de los tiempos sin que con ella puedan ni los mismos cristianos, entre los que estamos tantos pecadores: todos lo somos. Supongo que el no creyente hablará, al referirse a esta aventura y a esta historia, de buena suerte y solo verá poder y ambiciones sin vislumbrar otras dimensiones que no se ven con los ojos de la cara, como dice ese sabio que es el Principito.
         El momento sobre el que he leído es el siglo XVI y abarcaba desde el papa Bonifacio VIII hasta el Concilio de Trento. Insisto en que lo había estudiado algo, pero no con tanto detalle y ahora comprendo que quienes no lo hayan hecho nunca -como les ocurre a la mayoría de quienes, por ejemplo, imparten clases de historia- solo sepan sobre ello cuatro generalidades, cuatro lugares comunes que solo conducen, depende de donde beban y de dónde coman y dónde lo lean, a un tipo u otro de explicaciones. Recordaba mucho de lo tratado, por ejemplo, en el concilio de Trento, pero no todos los vericuetos que supuso llegar al final de dicho concilio y, sin lugar a dudas, de la importancia que tuvo para la renovación de la Iglesia católica. Es cierto también que o no supe o había olvidado todos los movimientos, tensiones, ideas, iniciativas… que dentro del seno de la propia Iglesia pretendieron una renovación que alcanzara a todos los fieles, desde el Papa al último laico de la cristiandad y cómo todo ello se va concretando con gran cantidad de sufrimiento, de errores, de avances y retrocesos… y aquí me detengo.
         Una vez más me pregunto: ¿cómo es posible que un Dios bueno y omnipotente, necesariamente, de existir, permite tanto mal en el mundo incluso entre aquellos que decimos amarlo? ¿Cómo es posible que dentro de la propia Iglesia, por mucho que lo contemple a la luz del momento y de la época histórica, se puedan hallar tantas maldades, tantas personas realmente alejadas del afán de santidad? Es más, ¿qué bien se persigue de la división y ruptura del cristianismo con toda la quiebra que aportan Calvino, Lutero…? Pasaron por los mismos centros de educación a veces, por ya citados, Calvino, Lutero… y san Ignacio de Loyola, Erasmo… Ciertamente nuestros caminos no son los caminos del Señor, podríamos alegar con Isaías.
         De momento me doy un respiro entre tanta púrpura y tanto renacimiento, entre tantos reformadores, santos, pecadores, malvados, traidores... y me alejo del siglo XVI en mis lecturas que me han llevado mucho más allá de lo que yo pretendía, pero precisamente muchas de las lecturas que hice nacieron de lo que esta obra me sugería.

25 de noviembre de 2013

Grisar, H., MARTÍN LUTERO





   Termino abrumado el libro de Grisar sobre Lutero. La cantidad de información en letra menuda y apretada, más menuda aún en algunas páginas y en el propio texto, las referencias a estudios y estudiosos… me ha anonadado y salgo, bien lo sabe Dios, con la cabeza caliente y los pies helados en este otoño… He leído el libro en un período muy largo de tiempo: empecé en primavera y termino en otoño, mientras otros asuntos se cruzaban, incluidos varios libros leídos entre medias, etc. y sé que no saco una idea cabal, sino muchas ideas sueltas, un alubión, y un tanto deslavazado todo: lo reconozco.
         El libro es un volumen editado en España en el año 34 (no lo hallé de año posterior), que he conseguido nuevo (estaba intonso) en una librería de Valencia y al que me enviaban como referencia de una obra donde bien podría hacerme una idea de quién era Lutero, por qué actúo Lutero cómo lo hizo… y bien es cierto que todo ello está ahí en el monumental trabajo de este jesuita alemán llamado Hartmann Grisar.
         Saco en claro que el ambiente familiar en que Lutero se cría lo condiciona, mas desconfío de estos condicionamientos excesivamente sociologistas, como me parece que lo hace Grisar, pues todos tenemos la experiencia de hermanos de padre y madre y que, viviendo en un mismo ambiente, tienen trayectorias vitales absolutamente desemejantes. Ambiente de pobreza, en zona minera, creyentes en brujas y supersticiosos, todo ello envuelto en una profunda ignorancia y carencia de formación, hace que el niño Martín, aún siendo mayor, siga obsesionado con esas ideas y que el demonio se halle presente muy de continuo en sus homilías y sus escritos y la presencia física del maligno la viva como una realidad manifiesta, material, en apariciones que dijo padecer etcétera.
         Otro asunto al que continuamente hace referencia Grisar es al estado psíquico desequilibrado de Lutero desde que era muy joven y que condicionará toda su vida, su creación, su pensamiento y que da razón de muchas de sus teorías y de sus planteamientos personales, espirituales y doctrinales, vitales.
         Craso error, por lo que observo, el de Lutero que hace extensiva su vivencia y experiencia personales a todos los demás. Es cierto que los animales, racionales, dependientes (A. MacIntyre) nos parecemos mucho, pero de ahí a generalizar como evidencia que lo que a mí me sucede le sucede al resto… media un trecho. (Algo así hizo Freud al mentirnos con sus teorías, al partir de sus fracasos personales y las experiencias con sus enfermos).
         He podido ver con más claridad todo lo que hace referencia a la fe en la doctrina luterana y el problema que le plantean las buenas obras, las virtudes y la justificación, la gracia divina, etc. Lastimoso el vericuetismo que lleva al portalón sin salida de altas paredes y donde hay que empezar a inventar historias, como Sherezade, para que no se cumpla el final horrendo de quedar en ridículo contra cualquier inteligencia medianamente bien formada.
         Ha logrado Grisar que pase en el libro de una especie de rechazo a Lutero por su testarudez (todo tonto lo es) a una suerte de compasión por él y quienes creyeron en él, que no en Dios, de quien con tanto tino muchas veces predica y dice. Ya se ve que la buena voluntad mezcla a veces con la soberbia y la ignorancia, dando al traste con lo mejor pintado.
         Al final me quedo con una pregunta y esta no tiene respuesta, pero aventuro una solución. Afirmo: con una visión de humana, de contable humano, sin duda, Lutero supuso con mucho una gran quiebra en la Iglesia, un auténtico desfalco, donde muchas almas toman un sendero errado: todo ello fue una quiebra mayor que la organizada por Calvino, Enrique VIII… Y ahora pregunto: ¿Y cómo, si Dios existe, y asiste a su Iglesia, permitió que tal sucediera? La respuesta en san Pablo, Rom., VIII, 28.

11 de noviembre de 2013

Huizinga, Johan, ERASMO (II)



  
         Desde muy joven Erasmo se siente cansado y viejo, haciendo no tanto lo que quiere como lo que puede o lo que él cree que debiera (si hubiera leído a Kant, podríamos decirle con MacIntyre, que era moralmente kantiano).
         Su gran pasión es el saber, el aprender, el bucear, el clarificar en las bonae litterae: en los escritos de los antiguos se halla oculta la sabiduría, la felicidad, el equilibrio, pero para llegar a la verdad prístina y virginal hay que hacer un esfuerzo titánico para librar los textos de la pátina del tiempo, de las malas traducciones, de las intenciones aviesas de los malos hombres. Hay que volver a los antiguos, allí, en sus escritos está la salvación: el Verbo se halla en ellos. La Biblia, este libro intangible para tantos (en muchos lugares materialmente encadenada); los Padres de la Iglesia; los clásicos griegos y latinos… El latín lo habla y lo escribe Erasmo con singular elegancia (si hoy es recomendación que los niños deben hablar el inglés desde la cuna, entonces ya aconsejaba Erasmo que hablaran esa lengua franca que era el latín). Para alcanzar ese conocimiento tuvo que aprender en una dura escuela el odio a la barbarie, lo que le inspiró los Antibarbari en los albores de su carrera de escritor. El epíteto insultante para designar todo lo que era anticuado e inculto era «gótico», godo. Para Erasmo, el término barbarie abarcaba buena parte de lo que ahora apreciamos más dentro del espíritu medieval. En el espíritu de Erasmo se ancló una rígida concepción dualista de una lucha entre la antigua y la nueva cultura. En los partidarios de la tradición no veía más que oscurantismo, conservadurismo e ignorancia respecto a las bonae literae, es decir, respecto a la buena causa por la que él luchaba. Bonae literae es intraducible. Esta expresión designa la literatura, la ciencia y la civilización clásicas, consideradas como un conocimiento sano y saludable, en oposición al pensamiento medieval.
         Nace Erasmo con la imprenta ese “instrumento casi divino” (como nos sucede a muchos cuanto podemos teclear en un ordenador, corregir, imprimir). Erasmo vivió materialmente con grandes impresores de su época. Escribe y lee entre tintas, tipos y prensas. No le molesta. Corrige a veces menos de lo que desea o debiera, pero tiene prisa por ver lo que escribe impreso. Moro le advierte: «No publiques demasiado deprisa, están esperando para cogerte en falta.» Erasmo lo sabe bien: como siempre, vuelve a corregir, revisar y completarlo todo. Odia este trabajo de control y de corrección, pero se resigna con incansable perseverancia; trabaja apasionadamente y en ocho meses, según cuenta, acaba con el trabajo de seis años.
Viaja con sus libros y por sus libros. El motivo de su vida no es otro que aprender y escribir y leer… ¿Enseñar, darse…? Se equivoca este hombre, supuestamente sabio, que a veces tiene la sensación tremenda de infelicidad, ¿acaso ignoraba que la felicidad es una puerta que abre hacia fuera? ¿Desconocía que en la entrega y no en el encerramiento en sí está la felicidad? Me temo que no sabía de ello. Se me antoja, y es opinión, que es la suya una vida malograda.
Varias veces afirma Huizinga que a Erasmo le llegaban muy amortiguados los movimientos de su entorno: de hecho no es persona que prevea qué se está cociendo en el momento en que vive, le faltan luces para vislumbrar el vuelco que se dará en el mundo con las Reformas. Ciertamente la Iglesia, el mundo, estaba necesitado de una reorientación, pero él, ¡que tanto pudo hacer!, soñaba con que otros –el Papa, el Emperador, los reyes- lo harían mientras él fantaseaba con su retiro plácido, con su jardín de humanistas, de personas cultas y sus coloquios… Anhelaba vivir con y de sus libros, bajo toda seguridad… Tenía miedo cerval a las corrientes de aire, a ponerse enfermo, a las epidemias… y siempre que podía huía de allí donde no estuviera cómodo, bien bebido, bien comido, con un aire que le fuera propicio y que pronto echaba de menos, pues era muy sensible, nos dice Huizinga, a los aires impuros. No le importaba, por tanto, hacer cuantas veces fuera necesario las maletas para ir o venir, subir o bajar, pero siempre buscando prebendas que fueran de su interés.
         ¿Atarse a algo o alguien? En absoluto. Ni a su convento, ni a su orden, ni a los Papas, ni a los obispos, ni a los señores que lo beneficiaban con su mecenazgo… Se creía con derecho a ser mantenido por algún mecenas que le diera todo cuanto necesitaba: libros, casa, comida, tiempo… para él seguir adelante con el desarrollo de su amable labor como estudioso… “Quien se desprecia a sí mismo nunca conseguirá nada…” (que no deja de contrastar con la simiente que ha de morir para dar fruto, con el seguimiento de un Maestro que muestra como camino y trono una cruz).
         Tendrá algunos discípulos, algunos alumnos a quienes les dedica algo de su tiempo ¡por el interés que le aportan! El ser su preceptor le ayuda a viajar, conocer otras naciones, pero sabe que los maestros, como recoge Huizinga (p. 146), son unos desgraciados, por tanto, mejor es no tener a nadie que nos haga sombra, nadie a quien instruir, carecer de discípulos, mejor no formar… Da la impresión de que Erasmo de continuo desea apropiarse de tal o cual prebenda, de tal o cual beneficio para pronto inventar la excusa que justifica su acción (¡qué humano!).

7 de noviembre de 2013

Huizinga, Johan, ERASMO (I)



         Para la inmensísima mayoría, Erasmo es un tipo de perfil, con una pelliza y un bonete, una pluma en la mano derecha, varios anillos en la izquierda y que escribe atento con mirada afilada y nariz aguileña. Como fondo una cortina oscura con diversos motivos. El retrato es de Holbein, el joven, amigo de Tomás Moro quien, a su vez, también fue muy amigo del pensador de Rotterdam. Poco más. Queda oscura, dependiendo de la mella y la erosión hecha en la memoria y su ausencia, de quien nos diera clase, de si Erasmo fue o no partidario de la Reforma o sí, pero no tanto, quién fue en realidad y me pregunto: ¿Su obra quién la lee?
         El autor de esta biografía, Huizinga, es para mí, lo reconozco, un hito y un mito entre mis lecturas. El otoño de la Edad Media fue para mí un libro deslumbrante que, se ve, leí en un momento en que llegaba con buena hora para disfrutarlo… No lo olvido. Si esta obra me dejó recuerdo imborrable, me alegro vivamente de haber leído esta otra, esta biografía de Erasmo, que no me lo deja menos admirado. Vengo de leer la biografía de Crouzet sobre Calvino y me resulta inevitable la comparación, si aquella fue muy buena, esta me pareció menos densa, más clarificadora, deslumbrante. Las dos son biografías muy trabajadas, pero a la de Crouzet le sobraron páginas y la de Huizinga supo ponerme de nuevo en la situación, en el momento histórico y en revivir en él a Erasmo.
         Sobre Erasmo sabía por Igor Chafarevich y por Marcel Bataillon (Erasmo y el erasmismo), algo de Francisco Rico, por lo leído en los manuales de la Historia de la Iglesia y en los manuales que hablan del humanismo, alguna monografía sobre el Renacimiento, en alguna biografía de Carlos I, por su amistad con este, en alguna de Felipe II y su condena al holandés… En todos ellos es cita inevitable. Si la Celestina marca una raya, un antes y un después entre el otoño de la Edad Media y el Renacimiento, con Erasmo y con su vida sucede otro tanto: él nos ayuda a cruzar la muga de unos siglos que hoy, solo para unos necios que aprendieron ayer y olvidaron seguir cultivándose, son oscuros, inútiles, medios… hacia la supuesta luminosidad del renacer.
          Es la infancia el paraíso perdido, dicen, de quienes alcanzamos la edad adulta, sin embargo ese paraíso, me temo, se halla repleto de deseos insatisfechos, de ilusiones que nunca fueron, de la mala memoria que lo envuelve de unos colores amables de los careció de continuo. No, la infancia no es una patria adámica. No lo fue para Calvino, tampoco lo fue para Lutero ni para Erasmo, tampoco para mí y ojalá que sí lo fuera para usted.
         Su origen incierto, y vergonzoso para él –era hijo de un sacerdote y de su sirvienta-, le llevó indirectamente a ingresar en un convento, sin vocación y con muy escaso convencimiento, más bien forzado –parece ser- por la circunstancia y por sus tutores. De esta realidad Erasmo renegará de por vida: no le resultaba deseable el espacio conventual que le parecía burdo, inculto, etc. ni era él hombre especialmente piadoso (ordenado sacerdote no parece que dedicara tiempo a sus obligaciones como tal, entre ellas el oficio de la santa misa).
         Digamos que me ha llamado muchísimo la atención ese rasgo característico del carácter de Erasmo como es su tibieza. Me ha producido, ciertamente, un rechazo notable, un distanciamiento de su persona –bien sé por qué- y del concepto que de él tenía. Hombre cultísimo, pero tibio y pusilánime hasta la náusea tal y como afirma san Juan en su Apocalipsis: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca”, y esa es la sensación que me llega del Erasmo de quien nos cuenta Huizinga: miedoso, timorato, indeciso, calculador… Carece, para mí, de la grandeza de Lutero, de Calvino, de Teresa de Jesús, de Ignacio de Loyola… Este sabio amante de las letras clásicas carecía de la sangre en el ojo que tuvo Cisneros o Isabel la reina castellana. Lo tibio me repele, es lo que hay, y esa actitud, en un intelectual, en quien debió tomar parte decidida, porque tenía los medios –la inteligencia, la formación, las lecturas… los talentos- se conformó con ser ave de corral, gallina, cuando debió volar alto y poner a Cristo en la cumbre del mundo y se contentó con llevarlo, sí, seguro, no lo juzgo, en su corazón. Parece que si no creyente férvido, sí que fue creyente y amante de Dios, aunque no fuera para él el sentido primero, continuo y último de su existencia.
         Dentro de ese temperamento, de ese carácter que terminará siendo una personalidad (astuta, cauta, interesada, calculadora, timorata, reservada, disimulada), también hallamos al hombre que valora en justa medida la amistad, es decir: muchísimo. Es curioso que hallo en él también un rechazo terrible a la mentira (a lo que me apunto de patas con toda mi impedimenta), mas ¡él era un mentiroso! (mal negocio la incoherencia de vida, la falta de unidad en ella).

Buenas tardes de nuevo...



         Ya no recuerdo si lo conté alguna vez en este blog lo que a continuación escribo, pero sí es cierto que lo he relatado en alguna ocasión. Olvidé dónde. Los viejos tendemos a repetir las mismas historias.

         Cuando el frenesí lector de mis adolescencia y juventud se desmandó en una lectura continuada, incontenible, desordenada… me di cuenta de que confundía títulos de autores (esto me pasaba especialmente con escritores adscritos a la generación del 98) y volvía a sacar novelas de unos y otros que ya había leído… Me ocurría especialmente con Baroja y Valle. Pensé que lo prudente era anotar los libros de los autores que iba leyendo en unas fichas que me hice con papel sucio y ahí estaban autor y obra.

         Pasados los años, animado por algunos amigos más avezados que yo en el trabajo intelectual, empecé a escribir comentarios de las obras en fichas. Y así lo hice. Escribí a mano fichas en octavillas de papel usado. No recuerdo bien qué escribía en ellas, pero lo podemos comprobar porque esas octavillas sí las conservo. Estoy, sin embargo, casi seguro que mi primer archivo desapareció sin remedio: también es seguro que no se perdió gran cosa, unos nombres, unos títulos.

         Pasados los años, con los primeros ordenadores que tuve ya empecé a escribir esos mismos resúmenes en las máquinas. Ahí me extendía más. Escribía parte de lo que anotaba en los folios que siempre acompañan mis lecturas. Hice muchas fichas. Escaneaba incluso algunos textos… que luego corregía, pues los escáneres no eran muy fiables.

         Toda esta labor me sirvió siempre para ejercitar mi memoria, para mejor recordar detalles de obras, ideas… y comportó un ejercicio singular de síntesis y análisis que ha dado con una razonable, entiendo, capacidad para hacer crítica de obras, al menos, un determinado tipo de crítica. Me ayudó a crecer.



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         Es hora quizá de reflotar este blog que hace meses que no visito ni yo. Lo haré, sin embargo, con un sentido distinto al que tuvo desde su creación. En él deseaba servir a los demás con mis lecturas, orientar en la medida en que podía hacerlo, dar noticia de mí y de lo que iba leyendo… Algo se ha logrado; sin embargo, lo voy a usar como archivo de las lecturas que voy haciendo sin más. No tendré en cuenta a quienes puedan o no leerlo, sino que lo usaré para mi propio servicio como mero archivo. Lo dejo abierto para quienes mirar en él, servirse de él, quieran comunicarme algo y como ventana abierta a quienes me buscan en Internet y deseen algo de mí.

         Creo que en realidad la finalidad del blog seguirá siendo la misma, aunque con el orden invertido. No es exactamente que sea primero, mi menda y aluengo el deluvio, que decía aquel, pero bien podría aproximarse un tanto.



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         Publicaré ahora en pocas semanas libros que he leído en estos meses de verano y lo que llevamos de otoño-invierno. Si alguno de ustedes, curioso, se pregunta en qué anduve, le diré que enjaretando una novela que ya tiene su color, pero que aún tiene mucho por pulir y que con ella no ando en estas fechas porque ahora, en estos meses, otros menesteres se imponen con la fuerza de lo imprescindible. Todo se andará.

         Por tanto, bienvenidos de nuevo. Y un saludo a todos los que pasen por este blog. Para servir a Dios y a usted, que me enseñaron.