23 de mayo de 2013

Ochoa, Javier: NUNCA TE QUISE TANTO COMO PARA NO MATARTE. Del estilo y formas de la novela negra gamberra (IV).



Javier Ochoa

          Para millones de españoles que acabaron COU- después llamose 2º de bachillerato, mañana ya veremos- no hay más poeta que Antonio Machado ni más poesía que la suya. Algunos, con la boca chica, añaden a Juan Ramón Jiménez, aunque confiesan apenas haberlo leído. La razón es muy simple: sus poemas son lecturas obligatorias para la selectividad en algunas comunidades y lo fueron en tiempos para toda España, cuando ese artefacto era una patria.

         Machado resultaba fácil. Machado, por supuesto, el hermano de Manuel, se leía bien, se entendía bien…, mas solo el ignaro y simple lo consideraba así, pues, tras la aparente sencillez, hay una concienzuda labor del poeta, y una realidad de riqueza oculta que el lector superficial nunca llega a gustar del todo, ni a hacer suya, ni convertirla en materia felicitaria y de crecimiento personal. Todo esto lo explicaba muy bien ese excelente profesor, crítico y poeta que fue Ricardo Gullón.

         Antonio Machado es sencillo tras templado forcejeo vivo contra las palabras, la sintaxis y las correcciones sucesivas de sus textos. Bien es verdad que también Juan Ramón -premio Nobel, por cierto- revivía sus poemas, mas la sencillez no era su nervio y sentido.

         García Márquez confesaba escribir a diario no más de un folio a doble espacio, y se nota en su prosa y lo goza el lector. Otro campeón contra las palabras en aras de hallar la justeza sintáctica y léxica, un exquisito en esta materia y oficio, era don Camilo -premio Nobel, por cierto, también-.

         Contra los tres casos precedentes presetaríase Pío Baroja, pensará alguno; mas es incierto. Baroja lo intentaba, Baroja lo batallaba, mas sus logros no alcanzaban la altura y calidad de los precedentes autores citados en ese sentido (dejo más modelos: Miró, Pérez de Ayala…).

         En la novela de Ochoa tenemos que distinguir a esos Pacos Galindos de los personajes que hablan como quienes son, es decir, como unos mandrias y unos mermados; y lo que escribe el narrador, en este caso Javier Ochoa. Es aquí, en el estilo y su discurso, donde la novela - bajo mi punto de vista- tiene más debilidades, y más graves. Quizá, sugiero, sea aquí donde convenga centrar la atención para obras posteriores, que seguro que las hay.

         Se notan especialmente los noveleros malabares en el deseo ferviente por evitar la repetición de vocablos y las posibles cacofonías. Este rebuscamiento da pie a piruetas léxicas propias del escritor novel que trabaja en el alambre del diccionario y así: el jabalí es cochino salvaje y también paquidermo ungulado (pp.37-38); el café es brebaje y la taza pasa a ser recipiente que contiene el reconfortante líquido; el mechero o encendedor pasa a ser instrumento en sentido amplio y figurado como medio y realidad (p. 70).

         También chocan giros o construcciones sintácticas que Ignoro si forman parte de lo que he supuesto, ironía de la novela gamberra, o simplemente trabajo que tiene por delante el autor: “El efecto amnésico del exceso de ingesta de alcohol había borrado una parte de los recuerdos de su memoria” (p. 89) es, sin duda, simpáticamente excesivo; como lo es: “Paco no ingirió nada sólido delante de testigos para dar mayor credibilidad a su papel de víctima” (p. 123) y otros.

         El español, funcionario o no, cuando sale de su currelo a media mañana suele hacerlo a desayunar (o hacer unas cosillas), pero nunca a tomar un refrigerio (p. 69), así como rara vez, aunque es correcto, toma duchas, sino que se las da. Tampoco -supongo porque no gasto- quienes van a un pub gay son calificados de parroquianos (más propio de bares, de tabernas e iglesias, por antonomasia), sino de clientes, (p. 34), aunque más adelante pasarán a concurrentes (p. 69).

         El submundo de la adjetivación especificativa y explicativa lleva a Ochoa e extraños maridajes no siempre acertados. El adjetivo, por veces, es un jodido tolondrón.

         La abundancia de expresiones de uso corriente, moliente y vulgar forma parte, sin duda, de la gamberrada y, si puestas en boca de los Pacos no importan, en la tecla del autor no siempre son lo más adecuado, pero esto también es opinión nada respetable. Encontramos lo previsible y manido: presa del pánico, mente calenturienta, meter las cabras en el corral, braguetazo, pasta (por dinero), declaración de guerra en toda regla; cien millones de las antiguas pesetas (abuso del epíteto); enrollársela por ‘enamorarla’ y pasársela por la piedra por ‘follársela’; “irradias un karma muy chungo”; con el cipote empalmado; el más tonto hace relojes de madera; montar el pollo; la gran cagada; ¡y cómo no!, no podía falta: el para nada… La lista es larguísima.

         Menos de recibo son antigua estirpe; la confusión del apóstata con el ateo, o estar bajo los efluvios del alcohol, cuando tenía una talega como un catre y por tanto estaba bajo los efectos del alcohol; los rugidos soporíferos… son cualidad extraña para un rugir. Me recordó e hizo gracia cuando leí que el canario estaba muy muerto (p. 85). Esa expresión me largó a La Ametralladora, La Codorniz, y su troupe, en particular de Miguel Mihura: estar un poquito casado (a eso se le dice en mi pueblo arrejuntase), esta señorita no está embarazada del todo, solo a medias… Pues el canario de Paco no solo estaba muerto, y ni siquiera muerto y bien muerto, sino que al estar muy muerto era un muerto superlativo.

         Sin duda también el autor busca, y alguno halla, golpes de efecto e ingenio en giros, en expresiones, en ironías, en eufemismos, en aliteraciones… que resultan simpáticas y que me hicieron, en algún caso, esbozar más que una sonrisa. Permítanme un recuerdo de la infancia de Ochoa y de servidor que narro aparte y que ilustra lo que aquí afirmo.

         Siendo unos niños, jugando al fútbol (nosotros no jugábamos a la pelota, actividad propia de quienes lo hacían en la calle, porque teníamos espacio para echar partidos de fútbol en toda regla) embarcamos (curiosa expresión) el balón por la ventana de un vecino –militar él, brigada- que vivía en el bajo. Lo normal, cuando esto ocurriría, era que la pelota fuera devuelta por los vecinos molestados y molestos con cajas destempladas y etcétera. Aquel, sin embargo, la devolvió rajada, y si no recuerdo mal, hecha trizas. Conjurados, aquella noche, con el ánimo de no dejar dormir ni al mílite ni a su familia le hicimos la primera cacerolada (nunca lo llamamos así ni usamos cacerolas) de la que soy consciente en mi más de medio siglo de vida. A la vez que tocábamos con palos sobre latas viejas le gritábamos a voz en cuello: “¡¡Peloticida!! ¡¡Peloticida!! ¡¡Peloticida…!!”. Paco Galindo llamará a Araceli “canaricida”, por haberle matado su amado canario, lo que es una suerte de condición que me llevó al recuerdo del brigada… Disculpen esta perífrasis que aquí trajo la memoria de este que va siendo viejo.

         Cierro por hoy con un apunte biográfico del autor que pondrá luces y mejor conocimiento y comprensión en algunos pasajes de la novela. Ochoa siempre fue alumno y estudiante de Ciencias. Sus inicios universitarios fueron de albañil refinado, que decía un amigo, es decir: de arquitecto. Esto les da la pista, entiendo sobradamente, de por qué en la novela hallará el lector un sinfín de referencias a términos matemáticos que nos hablan del pasado científico del autor: referencias a ecuaciones, al cero, conjunto vacío; cuadrar los sumandos; un gramo de cariño…

         Les aseguro que en la siguiente entrada concluyo los comentarios de esta entretenida Nunca te quise tanto como para no matarte.

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