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Javier Ochoa |
Para millones de españoles
que acabaron COU- después llamose 2º de bachillerato, mañana ya veremos- no hay
más poeta que Antonio Machado ni más poesía que la suya. Algunos, con la boca
chica, añaden a Juan Ramón Jiménez, aunque confiesan apenas haberlo leído. La
razón es muy simple: sus poemas son lecturas obligatorias para la selectividad
en algunas comunidades y lo fueron en tiempos para toda España, cuando ese
artefacto era una patria.
Machado resultaba fácil. Machado, por supuesto, el hermano
de Manuel, se leía bien, se entendía bien…, mas solo el ignaro y simple lo
consideraba así, pues, tras la aparente sencillez, hay una concienzuda labor del
poeta, y una realidad de riqueza oculta que el lector superficial nunca llega a
gustar del todo, ni a hacer suya, ni convertirla en materia felicitaria y de
crecimiento personal. Todo esto lo explicaba muy bien ese excelente profesor,
crítico y poeta que fue Ricardo Gullón.
Antonio Machado es sencillo tras templado forcejeo vivo
contra las palabras, la sintaxis y las correcciones sucesivas de sus textos.
Bien es verdad que también Juan Ramón -premio Nobel, por cierto- revivía sus
poemas, mas la sencillez no era su nervio y sentido.
García Márquez confesaba escribir a diario no más de un
folio a doble espacio, y se nota en su prosa y lo goza el lector. Otro campeón
contra las palabras en aras de hallar la justeza sintáctica y léxica, un
exquisito en esta materia y oficio, era don Camilo -premio Nobel, por cierto,
también-.
Contra los tres casos precedentes presetaríase Pío Baroja, pensará
alguno; mas es incierto. Baroja lo intentaba, Baroja lo batallaba, mas sus
logros no alcanzaban la altura y calidad de los precedentes autores citados en
ese sentido (dejo más modelos: Miró, Pérez de Ayala…).
En la novela de Ochoa tenemos que distinguir a esos Pacos Galindos de los personajes
que hablan como quienes son, es decir, como unos mandrias y unos mermados; y lo
que escribe el narrador, en este caso Javier Ochoa. Es aquí, en el estilo y su
discurso, donde la novela - bajo mi punto de vista- tiene más debilidades, y
más graves. Quizá, sugiero, sea aquí donde convenga centrar la atención para
obras posteriores, que seguro que las hay.
Se notan especialmente los noveleros malabares en el deseo
ferviente por evitar la repetición de vocablos y las posibles cacofonías. Este
rebuscamiento da pie a piruetas léxicas propias del escritor novel que trabaja en el alambre del diccionario y así: el jabalí es cochino
salvaje y también paquidermo ungulado
(pp.37-38); el café es brebaje y
la taza pasa a ser recipiente que
contiene el reconfortante líquido; el mechero o encendedor pasa a ser instrumento
en sentido amplio y figurado como medio y realidad (p. 70).
También chocan giros o construcciones
sintácticas que Ignoro si forman parte de lo que he supuesto, ironía de la
novela gamberra, o simplemente trabajo que tiene por delante el autor: “El
efecto amnésico del exceso de ingesta de alcohol había borrado una parte de los
recuerdos de su memoria” (p. 89) es, sin duda, simpáticamente excesivo; como lo
es: “Paco no ingirió nada sólido delante de testigos para dar mayor
credibilidad a su papel de víctima” (p. 123) y otros.
El español, funcionario o no, cuando
sale de su currelo a media mañana suele hacerlo a desayunar (o hacer unas
cosillas), pero nunca a tomar un
refrigerio (p. 69), así como rara vez, aunque es correcto, toma duchas, sino que se las da. Tampoco -supongo porque no gasto-
quienes van a un pub gay son calificados de parroquianos
(más propio de bares, de tabernas e iglesias, por antonomasia), sino de clientes, (p. 34), aunque más adelante pasarán
a concurrentes (p. 69).
El submundo de la adjetivación
especificativa y explicativa lleva a Ochoa e extraños maridajes no siempre
acertados. El adjetivo, por veces, es un jodido tolondrón.
La abundancia de expresiones de uso
corriente, moliente y vulgar forma parte, sin duda, de la gamberrada y, si puestas en boca de los Pacos no importan, en la tecla del autor no siempre son lo más
adecuado, pero esto también es opinión nada respetable. Encontramos lo
previsible y manido: presa del pánico, mente calenturienta, meter las cabras en
el corral, braguetazo, pasta (por dinero), declaración
de guerra en toda regla; cien millones de las antiguas pesetas (abuso del
epíteto); enrollársela por
‘enamorarla’ y pasársela por la piedra
por ‘follársela’; “irradias un karma muy chungo”; con el cipote empalmado; el
más tonto hace relojes de madera; montar el pollo; la gran cagada; ¡y cómo no!,
no podía falta: el para nada… La
lista es larguísima.
Menos de recibo son antigua estirpe; la confusión del apóstata
con el ateo, o estar bajo los efluvios del alcohol, cuando tenía una talega
como un catre y por tanto estaba bajo los efectos
del alcohol; los rugidos soporíferos…
son cualidad extraña para un rugir. Me recordó e hizo gracia cuando leí que el
canario estaba muy muerto (p. 85).
Esa expresión me largó a La Ametralladora,
La Codorniz, y su troupe, en particular de Miguel Mihura: estar un poquito casado (a eso se le
dice en mi pueblo arrejuntase), esta señorita no está embarazada del todo,
solo a medias… Pues el canario de Paco no solo estaba muerto, y ni siquiera
muerto y bien muerto, sino que al
estar muy muerto era un muerto
superlativo.
Sin duda también el autor busca, y
alguno halla, golpes de efecto e ingenio en giros, en expresiones, en ironías,
en eufemismos, en aliteraciones… que resultan simpáticas y que me hicieron, en
algún caso, esbozar más que una sonrisa. Permítanme un recuerdo de la infancia
de Ochoa y de servidor que narro aparte y que ilustra lo que aquí afirmo.
Siendo unos niños, jugando al fútbol
(nosotros no jugábamos a la pelota, actividad
propia de quienes lo hacían en la calle, porque teníamos espacio para echar partidos de fútbol en toda regla) embarcamos
(curiosa expresión) el balón por la ventana de un vecino –militar él, brigada-
que vivía en el bajo. Lo normal, cuando esto ocurriría, era que la pelota fuera
devuelta por los vecinos molestados y molestos con cajas destempladas y
etcétera. Aquel, sin embargo, la devolvió rajada, y si no recuerdo mal, hecha
trizas. Conjurados, aquella noche, con el ánimo de no dejar dormir ni al mílite
ni a su familia le hicimos la primera cacerolada (nunca lo llamamos así ni
usamos cacerolas) de la que soy consciente en mi más de medio siglo de vida. A
la vez que tocábamos con palos sobre latas viejas le gritábamos a voz en
cuello: “¡¡Peloticida!! ¡¡Peloticida!! ¡¡Peloticida…!!”. Paco Galindo llamará a
Araceli “canaricida”, por haberle matado su amado canario, lo que es una suerte
de condición que me llevó al recuerdo del brigada… Disculpen esta perífrasis
que aquí trajo la memoria de este que va siendo viejo.
Cierro por hoy con un apunte biográfico
del autor que pondrá luces y mejor conocimiento y comprensión en algunos
pasajes de la novela. Ochoa siempre fue alumno y estudiante de
Ciencias. Sus inicios universitarios fueron de albañil refinado, que
decía un amigo, es decir: de arquitecto. Esto les da la pista, entiendo
sobradamente, de por qué en la novela hallará el lector un sinfín de
referencias a términos matemáticos que nos hablan del pasado científico del
autor: referencias a ecuaciones, al cero, conjunto vacío; cuadrar los sumandos;
un gramo de cariño…
Les aseguro que en la siguiente entrada
concluyo los comentarios de esta entretenida Nunca te quise tanto como para no
matarte.