28 de febrero de 2013

Isabel Burdiel, ISABEL II O EL LABERINTO DEL PODER (I)




         
         Hace ya más de una semana que terminé de leer un libro excelente y extenso. Las dos realidades no siempre se aúnan. Cuando es lo segundo sin lo primero, la lectura se hace impracticable, árida; con esto, con perdón, nada aporto (pero quien la lleva la entiende). Agradezco el esfuerzo de la autora por lo que cuenta y cómo lo hace. La obra de Burdiel no es precisamente novedad del mes en las librerías, se editó en 2010. Sigo el consejo del maestro: “lee lo que se quede de pie”- y, además, la crítica corroboró su calidad premiándolo en el año en que se publicó. No conocía a la autora de nada, y sí que había leído ya alguna biografía sobre Isabel II (por cierto: hace unos días, Germán Rueda, profesor de Contemporánea y especialista en el XIX, ha publicado Isabel II. En el trono (1830-1868) y en el exilio (1868-1904), libro que ya, sinceramente, me viene a trasmano).

         La obra de la profesora Burdiel es una biografía que no abunda en detalles nimios y parasitarios, morbosísimos en este caso, podrían ser, sobre la catadura personal, moral, etc. de doña Isabel II. Es obra que contextualiza perfectamente todo su tiempo, que busca explicación a sus decisiones –difícil tarea dada la veleidad de la señora- y lo hace siempre desde la documentación fehaciente. No es Burdiel, los hay, abusona y arbitraria con los adjetivos que dan colorido a sus afirmaciones o a sus opiniones, sino que se contiene y sujeta a la sobriedad de los hechos. Cuando no puede documentar suficientemente algo, lo confiesa explicita y, en estos casos, hace hipótesis, baraja posibilidades, analiza contextos…, pero no da por sentado; se le agradece.

         La obra de Burdiel fue elegida mejor biografía del año 2011. Dos después, hace unos días, como escribí arriba, sale a la luz la del profesor Rueda… Creo recordar -según le oí- que éste ha dedicado a su biografía, un ratico con otro, un buen puñado de años de investigación; otro tanto, estoy seguro, hizo la profesora Burdiel, pero me pregunto ¿por qué este afán en el reinado de Isabel II? Sin duda se debe a que su caprichoso reinado llena gran parte del siglo XIX y, entiendo, se halla en una encrucijada política que ya se había resuelto en otras naciones con más soltura, garbo y majestad y con menos sangre que entre nosotros. No así entre españoles, Dios nos libre, querido amigo: ¡faltaría más que solucionáramos nosotros los problemas hablando!

         Isabel II, aventuro, lineará con su vida -¿mala vida?-, con sus obras -¿sus omisiones?- las bases de lo que van a ser los reinados de su hijo Alfonso XII y de su nieto Alfonso XIII. Isabel II trazó un surco sesgado y equívoco, forjó su ventura y por ella discurrieron sus sucesores y las desgracias de los españoles.    Me sigo preguntando: ¿De dónde parte el fiasco de la vida de esta mujer, de su reinado, de su familia? Creo que arranca –quitaría el creo y pondría aseguro- de su falta de educación o lo que es lo mismo: de su mala educación, su carencia de esta y añado: y la poca que tuvo, pésima. El capricho, por lo que deduzco, marcará su vida en todos los ámbitos. Su pueril, casi enfermizo, capricho, que no inocente, le devastó la vida. El capricho llevará la ruina a su vida, a su casa y a los españoles. El capricho lo domina y mina todo: su reinado y sus afanes de gobierno, sus amantes incontables, su modo de tratar a las personas, a los políticos que trata, a quienes la rodean, su lujuria exacerbada… pura veleidad caprichosa.

19 de febrero de 2013

Infiltrados



  
     En alguna oportunidad en este blog se ha comentado alguna película, aunque ha sido norma no hacerlo desde un plano tanto cinematográfico, de quien sabe, como desde la perspectiva de quien opina, del mero espectador que se sabe rebasado por lo que ve, pero es capaz de reflexionar y meditar lo que mira y vio.
    Si no me falla la memoria es la segunda vez que veía la película titulada Infiltrados. Lo cierto es que dentro de nula memoria para el nombre de los actores, los directores, los títulos de las películas –este lo he tenido que mirar en Internet- me resulta extraño que retenga el nombre de tres o cuatro actores -Leonardo Di Caprio, con Matt Damon, Jack Nicholson, Alec Baldwin- y del director -Martin Scorsese-. Esta película, como medio de diversión, es excelente, pero que va mucho más allá. Es una admirable película policiaca, con un inteligente suspense, con una violencia reclamada por la temática y una actuación de Nicholson en un papel que borda: hay escenas que me recuerdan al Nicholson de Alguien voló sobre el nido del cuco, que tantas veces vi y que siempre me resulta desternillante o a aquella otra en que hacía de un escritor pirado, extravagante y estrambótico que tenía un perro o algo así…, cuyo título olvidé, genial el tipo este.
         Me temo que hay etapas en la vida en las que uno, por mil  circunstancias, está menos receptivo, menos capacitado para recibir mensajes, para reflexionar sobre la realidad, para comprenderla, etc. En una de esas etapas de mi vida vi por primera vez la película de Scorsese de la que escribo… Sólo recordaba al volverla a ver que había un infiltrado en una banda de mafiosos irlandeses y otro infiltrado de esa misma banda en la policía. Matt Damon y Di Caprio son los jóvenes policías, el traidor y el leal, que tienen los papeles cruzados de infiltrados en un bando y otro.
         La película es literalmente admirable, insisto. Quiero recordar que alguien escribió -¿Emilio Orozco, Gallego Morell?- que en el Barroco nada es lo que parece y bien puede resultar que lo que parece no lo sea. Algo así, se me ocurre sucede en esta película. Quien a los ojos de todos es el bueno, resulta ser el malo y Di Caprio, el poli infiltrado en el campo mafioso, es un traidor que no deja de levantar sospechas entre los mismos mafiosos, aunque el hombre se está dejando literalmente la vida para alcanzar la pruebas que permitan guardar a rufián irlandés mafioso que es un pseudo demenciado Nicholson… El taimado jefe de los criminales -que tiene la viveza y la inteligencia de quien se crió a la intemperie y bajo todas las amenazas- comenta más o menos que: quien tiene una pistola o está con la policía o está con los delincuentes, igual da al final, el resultado será el mismo, la terminará usando. Algo así parece que sucede cuando queremos averiguar quién es el traidor, pues los traidores se convierten en traicionados, su deslealtad o lealtad parecen ser relativas, si bien, Scorsese quiere salvar la dignidad del poli bueno, Di Caprio, que se mantiene incólume en su fidelidad al bien, a la ley, etc., mientras el traidor-malo, Matt Damon, al final, solo será fiel a sus propios intereses.
         No caí en la cuenta en la primera vez que vi Infiltrados de la importancia que tiene en toda ella la verdad y la mentira. En realidad, creo, de lo que se habla en la película es justo de ella, de la mentira. La mentira reina por doquier (Todos mienten, que escribió Soledad Puértolas). Da igual, quizá alguien piense que unos mienten más que otros, tanto da: todos mienten. El fin, muy en consonancia con la postmodernidad que padecemos, justifica los medios y entre los medios eficaces y eficientes de esta sociedad, sal necesaria de todo plato, la mentira (ya les contaré: una cierta cantidad de mentira, que diría mi conciencia. No se olviden de Dan Ariely, Por qué mentimos…, que ahora trabajo).
         La psicóloga miente y traiciona a su novio, Matt Damon, con quien se está yendo a vivir al mismo tiempo que lo engaña con Di Caprio, que pasa por ser su enfermo. Ella incluso está embarazada…, dice amar a Damon… (Ojo: ¿cómo sabe que está embarazada de su novio y no de di Caprio pues ambos amantes se cobijan bajo sus mantas?). La misma psicóloga le habla a su enfermo, después amante, de esas pequeñas mentiras que, según la psicóloga, ayudan a que la vida siga: son mentiras piadosas. Esas mentiras que así calificadas pierden fuelle y, sin llegar a ser verdades, parece que hacen menos daño. Ya habló de ellas Platón, Kant escribió un librito sobre ellas y que tanto rechazo y bascas me producen.
         La verdad indubitable de cuanto se ve en la película es, sin duda, que esta, por ella misma, merece la pena ser disfrutada.

15 de febrero de 2013

Infinitivo viudo, infinitivo suelto, DECIR QUE, COMENTAR QUE...



 
      Me consta que al airear carencias, dolencias, verdades, bondades, etc. se puede incurrir en inmodestia: el narcisismo abunda entre los blogueros. Mostrar flancos débiles revela por dónde podría ser uno atacado. Dar a conocer que se tienen sentimientos y se es menesteroso no siempre inclina a la misericordia y la caridad (me lo advierte mi amigo Joaquín Balbín). A moro muerto, gran lanzada y del árbol caído…

         Escribí en este blog un texto “Antes de nada, decir que la lectura de esta obra fue por exigencias del guión profesional de quien escribe: motivos de obligación profesional” y me comenta un antiguo alumno y hoy colega, Sergio Munuera, que si estoy seguro de la corrección de esa construcción, decir que: “mi profesora de latín en la facultad hizo mucho hincapié en esos infinitivos sueltos y ya me haces dudar”.

         Me detengo y en principio y me planteo que ese infinitivo debiera ser construido con un verbo auxiliar y constituir una perífrasis: quiero decir que, debiera decir que, tengo que decir que… Se podría pensar que, en mi construcción, se ha elidido el auxiliar o sencillamente que, al dejar solo el infinitivo, no deseo darle el matiz modal que implicaría, sino permitirle la apertura que comporta el infinitivo que no concreta.

         Escrito esto, acudo a los manuales de que dispongo: no me da tiempo a ser exhaustivo, pero consulto la Nueva Gramática, rebusco en texto de El dardo en la palabra de Lázaro Carreter, acudo a un viejo amigo de camino, el Diccionario Gramatical de Martínez Amador, me paseo por Alarcos y viendo que no me llega la luz por más que miro, deduzco que el quid de esta cuestión está en la perífrasis verbal de infinitivo, aunque servidor no lo vea.

         Mi colega Daniel Moreno me habla de una realidad de la que nunca antes oí hablar: el infinitivo viudo. Recuerda haberlo leído, pero no recuerda dónde, ni logramos averiguar, ya somos más los presentes, dónde radica el quid del garrafal error.

       Me arrimo a Internet y encuentro que en el Taller Paréntesis, en un artículo, Impunidad lingüística, de Pedro Provencio escribe este: Pero no son solo los periódicos o noticieros radiados o televisados los que emplean nuestra lengua con el descuido propio del apresuramiento o a falta de interés; próceres de nuestra literatura, hablando y escribiendo, emplean sin recato alguno, al inicio de un enunciado, lo que alguien ha llamado “infinitivo viudo”, es decir, privado del resto de la perífrasis donde tendría sentido: “Por último, decir que mañana empezaremos…”, o “Señalar que no hay preguntas”, o “Recordar que es imprescindible…”.

         Precisamente lo que así se suprime es la flexión del otro verbo que marca matices o intenciones, y al quedar solo el pobre infinitivo retrocede hasta el lenguaje “indio” de películas del Oeste americano.

         Ignoro quién calificó de viudo al infinitivo, pero debe existir, pues son dos personas quienes me hablan de él. Vuelvo sobre mis pasos y creo dar con la solución. El carácter de verboide que tiene la también llamada forma no personal de infinitivo, hace necesario que se procure un verbo auxiliar, flexionado, que pueda dar pie propiamente a la oración, pues sin estas formas daríamos lugar al hablar de Toro Sentado, según Provencio.
 * * *
         De este escarceo nace la compra de la impresionante y fabulosa Gramática descriptiva de Ignacio Bosque y Violeta Demonte: me admira y quedo anonadado del saber de tantos. Me paseo literalmente admirado por las páginas de esta obra monumental y valoro la claridad expositiva, los detalles al escribir sobre realidades no siempre fáciles de comprender (echo de menos esa amable exposición paciente con quien no sabe en la Nueva Gramática de la lengua española de la RAE),

         Como siempre fui tenaz, le escribí, por equivocación a don Ignacio Bosque: no era ese el camino y le pondré unas letras para pedirle disculpas. Me encaminé solito y sin norte cierto a la RAE y desde su sección de consultas desde donde me escriben:

         En relación con su consulta, le remitimos la siguiente información:



         El empleo, cada vez más frecuente en el ámbito de los medios de comunicación, de un infinitivo para comenzar el discurso hablado, debe evitarse: ÄDestacar los últimos avances... / ÄComentar que hace unos años...

         En español, la oración debe incorporar siempre una forma verbal conjugada, y normalmente las formas no personales, como el infinitivo, son los núcleos verbales de proposiciones subordinadas, que dependen de otra estructura principal:


                   Hay que destacar....
                   Quiero comentar que...
                   Me limitaré a a recordar que...
                   etc.

         En realidad, en los casos mencionados más arriba, se está elidiendo el verbo principal, probablemente por una cuestión de economía en el discurso:



                  [Tengo que] decir que la reunión con el ministro ha tenido lugar esta mañana.

                  [Voy a] comentar que el accidente se produjo en el interior del túnel.

                  [Quiero] dar las gracias a la gente que ha venido a celebrar conmigo la victoria.

                   [Deseo] expresar mi condolencia a las víctimas del terrorismo.

                   [Seguidamente paso a] relatar cómo sucedieron los hechos.



         Debe procurarse evitar la elisión del verbo principal, pues supone el empobrecimiento y descuido de la expresión hablada.



     Reciba un cordial saludo.

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Departamento de «Español al día»

Real Academia Española
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       Muchas gracias a mis colegas por ayudar a quien no sabe, que es la primera de entre las obras de misericordia espirituales.

13 de febrero de 2013

Daniel Cassany, DESCRIBIR... mi amnesia




         Allá, cuando empezaba la transición, era yo un lector a saco: sin más orden ni más concierto que mi afán por organizar de algún arcano modo mis lecturas. Quien me animó, empujó y ayudaba era don Francisco Molina, un sacerdote que antes de doctorarse en Teología y ser ordenado, fue periodista y creo que químico, aunque he olvidado si se licenció en Químicas o en Filosofía… Iba por aquellos años -años sin un duro como hoy-, entonces, a la llamada Casa de la Cultura donde estaba la Biblioteca y sacaba prestados libros a troche y moche, con la tasa de no más de dos por visita (esos dos eran el límite permitido). No todas las novelas las podía leer, aprendí un día. Había novelas que no me estarían permitidas hasta los 18 años. El guardia civil que me entregaba los libros –quienes atendían en el mostrador de la biblioteca eran guardias civiles retirados o en la reserva, o como estuvieran, pero lo habían sido civiles, y esa realidad, como algunos sacramentos, imprime carácter-. Nunca fui persona plegable por la irracionalidad, la imposición, lo disparatado…, y en esto, como en lo otro de no tener un duro, ayer como hoy. El civil me dijo que hasta los 18 años no habría tío páseme usted el río.
      Pues quiero hablar con el director!- pedí.
      Es directora…
      Pues con ella.
         Olvidé su cara y no recuerdo su nombre, pero no su aspecto general. Amable, gordita, con gafas y la mesa llena en armónico desorden de decenas de libros, apilados y revueltos; mi mesa hoy. Si quería leer lo que deseaba, novelas en particular, sin haber cumplido 18 años, tendría que darme un permiso mi profesor de literatura.
      Es profesora…
      Pues ella.
A veces hice la cuenta y dudo en el número. Creo que a lo largo de mi vida, desde que empecé a ir al cole en las Carmelitas, allá por el 63-64, hasta que terminé el doctorado, me dieron clase 73 o 75 profesores. De algunos no recuerdo su nombre, pero sí su mote. Fue doña Eladia Solís Rostaing quien de su puño y letra, en una octavilla, me autorizó a poder leer los libros que solicitase. Cumplí los 18 años y aún se mantenía adjunta por un clip esa autorización, doblada sobre mi ficha de la Biblioteca, donde se anotaban los libros que leía e iba pasando de una ficha a otra –mi voracidad lectora agotaba las fichas con inquebrantable tesón-.
         Hasta aquí la captatio benevolentiae, la introducción, el prolegómeno y el exordio, la puesta en escena, y la contextualización… Fue entonces cuando me empezó a ocurrir lo que hasta ayer no me había vuelto a suceder. Empezaba a leer los libros, por ejemplo, de Baroja, que había en la Biblioteca (así leí a la Matute, Azorín, Unamuno, Valle, Ramón, Pérez de Ayala, Miró…) y acababa con todos los que había: uno detrás de otro… Ocurría, a veces, que el libro que buscaba estaba prestado y, al querer leerlo, empecé a confundir obras: no recordaba bien si había leído Piso bajo o La mujer de ámbar o El caballero del hongo gris…, si había leído El laberinto de las sirenas… Comencé entonces a tomar notas, en listados que hacía, de los títulos de los libros que iba leyendo para no liarme y verme en la situación de tener que ir a descambiar un libro porque, a la primera o segunda página, me daba cuenta de que ya lo había disfrutado. Luego, animado por don Francisco Molina y don Alfonso Sancho, mi otro guía en las lecturas, empecé a hacer fichas de los libros que leía… A veces las hacía, a veces tomaba nota, a veces… la trampa de la vida se lo llevaba todo. Pasado el tiempo empecé a hacer fichas y comentarios… y luego mi amigo Bernardo Munuera y su hermano Sergio me achucharon para que desembarcase en esto del blog.
         Ayer por la tarde cogí un libro que había comprado hacía semanas… y tenía ganas de empezarlo, Describir el escribir, de Daniel Cassany. Cuando leí la Introducción y la Presentación a la edición castellana del libro, me empecé a temer lo peor. “No puede ser. Esto es que días atrás tomaría el libro –no es norma, pero lo hago muchas veces- leería la contraportada, las solapas, la introducción y de eso me suena…”. Me acordaba, ahí citada, de Mari Paz Battaner, con quien coincidí en algún congreso y de quien guardo amable recuerdo, y de unas letras que Cassany toma y cita de Pla… Entonces ya me pareció que había gato. Cogí el listado de obras que hay en casa -intento que todos los libros estén registrados- ¡y efectivamente!: el libro lo había leído, tengo una edición del año 91… Sin duda, lo peor de todo es la cara que se te queda.
         Hoy me pregunto. ¿Cómo es posible que me haya sucedido esto? La inteligencia se muestra astuta y ante el error propio, la humillación, etc. busca, por lo menos, excusas y mi explicación es que lo había confundido con La cocina de la escritura, del mismo autor, y que había leído en los noventa animado a ello por mi entonces compañero, Antonio José Arboleda.

         Me toco, no sin cierto recelo, y la cabeza la tengo sobre los hombros… ¡Está ahí, ahí sigue!

4 de febrero de 2013

LOS GIRASOLES CIEGOS: la guerra del rencor



         El perdón que aún no ha llegado a los españoles, el conocimiento histórico sin rencor de la guerra del 36 no se ha instalado en la vida de los españoles, ni en los libros de historia, ni en las novelas, ni en las tertulias… es la mala condición humana. El rencor solo puede ser humano. Pertenece al neocórtex. Los animales no odian, los animales no guardan rencor…

         ¿Qué anima este espíritu de aborrecimiento? Sin duda alguna el afán de revancha. No se ha firmado ninguna paz. No hay paz que firmar. Sí, dicen los viejos que en este país hubo una guerra… Sí, una guerra donde aún no se ha enterrado el hacha ni la quijada de burro que sirven para matar movidos por la repugnancia infinita no al otro, sino al enemigo.

         Los sembradores del odio. Los sicarios del mal. Los instigadores de la iniquidad. Los alentadores de la represalia. Los incitadores de la indecencia nunca perdonan, nunca hacen prisioneros: no hay adversarios, sino solo enemigos y entre estos solo son buenos los que están muertos, los que no respiran. Ahí viven, en ese humus, muchas personas, son los cultivadores esmerados de los bonsáis de la inquina, plantas que distribuyen por su hogar  para que, en caso de florecer, embriaguen con su pestilencia a todos. Que nadie olvide que debemos seguir odiando al prójimo: da igual la causa, da igual que hablemos del nieto de alguien que ya murió, el nieto inocente de aquello carga con ese pecado de origen nacido, real o no, en tres años, tras tres años, y ahí está estigmatizado, señalado, odiado, repudiado… por algo que no hizo, quizá por lo que piensa, por lo que ocurrió a su bisabuelo o a su abuelos.

         En la revancha se enumeran los muertos uno a uno: se escriben las paredes, se gravan, dan nombres a calles. No se quiere justicia. No hay piedad ni con mis muertos ni con los tuyos. Acumulamos, enumeramos, amontonamos, en este desquite sin perdón los asesinatos tras juicios sumarísimos, los asesinatos sin juicios, las mutilaciones, los desórdenes…

         Son las dos Españas…


son tierras para el águila, un trozo de planeta

por donde cruza errante la sombra de Caín.


         Que escribió don Antonio Machado, el de todos cuantos gustamos de la poesía, sí, el nuestro, ¡el de todos! Él lo escribió: españolito que vienes al mundo te guarde Dios... Sí, sí: lo escribió incluso antes del 36, cuando se estaba fraguando, cuando estaba aún echada en agua…


Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.

Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.


         Hay por ahí una tesis sobre la idea de progreso en la novela de Miguel Delibes. En una de sus excelentes novelas, Cinco horas con Mario, el hijo de este, conversando con su madre, ya al final, terminado el soliloquio de Menchu, el muchacho, Mario le dice a su madre:

 Ya salió nuestro feroz maniqueísmo: buenos y malos —el aroma del café y la atención del auditorio le traslada al Bar Floro, en cuyas mesas platican a diario los del curso y redactan el Boletín "Agora". Se va creciendo. Se inflama. Prende un cigarrillo— ¡los buenos a la derecha y los malos a la izquierda! Eso os enseñaron, ¿verdad que sí? Pero vosotros preferís aceptarlo sin más, antes que tomaros la molestia de miraros por dentro. Todos somos buenos y malos, mamá. Las dos cosas a un tiempo. Lo que hay que desterrar es la hipocresía ¿comprendes? Es preferible reconocerlo así que pasarnos la vida inventándonos argumentos. En este país, desde los Comuneros venimos esforzándonos en taparnos los oídos y al que grita demasiado para vencer nuestra sordera y despertarnos, le eliminamos y ¡santas pascuas! "¡La voz del mal!", nos decimos para sosegarnos. Y, por supuesto, nos quedamos tan a gusto.

         Sí, progresar para el difunto Delibes se condensaba en un versículo evangélico de san Juan (13, 34) que recoge unas palabras del Maestro, odiado, asesinado, en la que insiste en darnos un mandato nuevo: Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado. Y en el peor de los casos, visto lo visto, más vale que no les tengas en cuenta lo que hacen porque, en realidad, ignoran lo que hacen.

1 de febrero de 2013

LOS GIRASOLES CIEGOS (VI), del estilo y dos



         Recuerdo que hace años, desde una conocidísima editorial, a un original que les envié se le puso, entre otros eparos, que citaba a Havel como la lectura de una culta señora, personaje de la novela. Es una pedantería, me sugirieron. A lo peor, ciertamente, lo fue, mas ¿qué dirían entonces tras leer de las citas de autores y hechos históricos más o menos explícitos o tácitos en esta obra? Toda una exhibición de lecturas de Literatura universal: no digo que estén de sobra, solo escribo que están: Machado el nuestro y el Machado de ellos, Lope criticado, Carroll, Keats el complejo y la aliteración gongorina de manual de sexto de bachillerato, Infame turba de nocturnas aves, y cierro por no seguir. ¡Hermoso sin duda, todo ello!

       Los andaluces tenemos fama de hiperbólicos, ampulosos, etc., cierto que unos andaluces más que otros. Méndez era de Madrid, pero por lo que escribe bien podría haber nacido en el corazón de la Triana más desagerá der mundo. Por muestra un par de párrafos:

          “Cuando acudían las palomas atraídas por la posibilidad de comer algo, Espoz y Mina permanecían inmóviles hasta que el hambre se sobreponía al miedo y comenzaban a picotear el cebo con el que macizaban el suelo de la terraza. Entonces, con un movimiento rápido y simultáneo, los vareadores de la lana asestaban sendos golpes a dos de ellas, que quedaban boca arriba con las patas encogidas sobre el pecho como si quisieran protegerse del cielo que se les derrumbaba encima”.

        Casi na lo del ojo, que decía aquel lo de los sendos golpes, ¿pero y el resto?: para macizar el suelo de piojos, como escribí en la anterior entrada y de obleas, y cucarachas… ¡ya había que tener arte despiojando! Se pasó, señor Méndez, de recio y de tupido. Además, como ahora sabrá, los pájaros nunca quedan boca arriba[1], como escribió, entre otras cosas porque no tienen boca, tienen pico. A ver, son cosas que pasan y se nos pasan. Y vamos a dejarlo ahí.
         Tampoco es manca la siguiente… ¿es hipérbole o pudiera calificarse de algo más?:

        “Cuando Juan le preguntó al muchacho si pensaba que comulgar cambiaría su destino, le contestó que a lo mejor sí, pero sobre todo la oblea era algo de alimento y él siempre tenía mucha hambre”.

         Creo que mejor dejarlo estar.
       Arriba comenté una equívoca cita de los Salmos que resultó ser del Cantar de los Cantares. La que ahora cito copiada al hermano Salvador también, hombre de flaca o tendenciosa memoria, ignoro de dónde salió e incluso ya dudo si Méndez confundió el Eclesiastés con el libro del Eclesiástico

         Ahora comprendo la frase del Eclesiastés: La mirada de una mujer hermosa, pero sin virtud, abrasa como el fuego. Yo ignoraba entonces que así nacía mi desvarío”.    

        Dejo para el final de esta entrada ya larga, lo que he llamado la fraseología melcochada que solo es atribuible al autor pues se pueden coleccionar en todo el libro y bajo la firma de todos los autores supuestos. Da la impresión como si fuesen oraciones de unos dos renglones, casi siempre (tengo seleccionadas muchas), que el autor incrusta en el texto y quedan ahí colgadas, sentenciosas, vacuas, con aparente eufonía…, partidas en proposiciones adversativas en muchas ocasiones… y que me dejan boquiabierto: ¡qué de realidades cata el personal sentado en su silla thonet!
          Los tres soldados de custodia permanecían como estatuas al fondo del aula, no como estatuas guerreras sino con la inmovilidad de la fatiga, sin épica.
            El miedo explica casi todo.
          Tenía muchas cosas que decirle y, sin embargo, se había limitado a enumerar recuerdos compartidos como si la complicidad estuviera sólo en la memoria.
          Severa, prematuramente encanecida y sin la ternura de las madres, enlutada y triste, parecía un remedo del dolor posando para alguien que retratara la venganza.
          El silencio es un espacio, una oquedad donde nos refugiamos pero en el que no estamos nunca a salvo. El silencio no se termina, se rompe; su cualidad fundamental es la fragilidad y el epitelio sutil que lo circunda es transparente: deja pasar todas las miradas. Juan tuvo que enfrentarse a las miradas de sus compañeros de galería cuando, con gran sorpresa suya, le devolvieron al lugar donde la muerte necesita todavía un trámite.

         Por dos pesetas, ya no dan más, que decía la Domi de Delibes… ¡que luego me duele la cabeza! Y a otra entrada, que nos aburrimos. Ya la última de la serie, espero.

[1] Ahora, mejor bocarriba, según las nuevas normas ortográficas.