Muy posiblemente Maximiliano María Kolbe y Rudolf Höß se conocieron a comienzos de los años 40
en un campo de concentración de Auschwitz. Al lugar lo llamaron Auschwitz-Birkenau. El primero de ellos,
Maximiliano María, era un polaco, un prisionero más entre los miles del campo,
fraile franciscano conventual, natural de Zduńska Wola, y tenía 53 años. El
segundo, Rudolf Höß, era un SS Obersturmbannführer director del fatídico y
siniestro campo hasta el verano del 43; de origen alemán, Höß pertenecía a una
ferviente familia católica y estuvo en un tris de ser sacerdote, pero eligió
como amigos y compañeros de viaje, entre otros, a un médico, Josef Mengele, de
tristísima memoria, y a Martin Bormann, secretario personal de Adolf Hitler.
Cuando Kolbe conoció a Höß, este tenía diez años menos que él, 43.
Dos
hombres: dos animales, racionales, dependientes, según Macintyre. Kolbe ofreció
su vida a cambio de la de otro prisionero del campo. El 14 de agosto de 1941 una
inyección de fenol acabó con su vida –que no con él-. Höß fue juzgado en
Nuremberg y condenado a morir ahorcado; el 16 de abril de 1947 se cumplió la
sentencia en Auschwitz, en el mismo campo donde tanto luchó por la solución final.
El primero
optó por la humanidad y venció al miedo –el hombre es el único animal capaz de
ello-, le ganó por la mano a su egoísmo, a su animalidad. Kolbe es un héroe, un
modelo humano para la humanidad y por eso la Iglesia católica lo declaró santo
y una vida ejemplar para seguir. El segundo, Höß, era igualmente un hombre, pero eligió otro derrotero: la animalidad,
sus escritos de última hora, sus alegatos sobre la obediencia debida, etc. eran
y son pan mojado que se comieron los gorriones; eligió aplicar su racionalidad,
con la maldad del hombre, a otros hombres, siendo él mismo inhumano y cruel
hasta el aborrecimiento y el vómito. Ambos gozaron del libre albedrío relativo del
que disponemos todos los humanos, ambos eligieron estar a uno u otro lado de una
raya.
Tú
mismo te has forjado tu ventura,
y
yo te he visto alguna vez con ella;
Escribiría siglos
antes Miguel de Cervantes en su Viaje al
Parnaso.
Maximiliano Kolbe. |
Sirva lo hasta aquí
escrito como prólogo de lo que a continuación sigue.
Andaba lejos, lo
reconozco, de las sendas que me llevaron a José Ovejero. Buscaba y leía sobre
la violencia del hombre con los animales, iba de Tim Ingold a Ramírez Barreto,
de Delibes a Ortega, iba por los altos andamios de la caza, y creo que por este
hilo llegué a esta obra, La ética de la
crueldad, y por su autor a una novela suya, Las vidas ajenas, que me mira ahora desde un montón de libros desde
la estantería.
Lo primero que escribiré
es que Ovejero se muestra, o se me antoja, un ensayista ágil, fácil, culto,
sugerente, ingenioso y claro (la claridad, ya se sabe: la cortesía…). ¿La ética de la crueldad?, me pregunté.
¿Puede haber una ética tal? ¿Puede haber una ética que regule la crueldad o
sencillamente es un título? Si la crueldad es lo inhumano y la ética solo es
posible entre humanos, ¿cómo podría existir oxímoron semejante? La curiosidad
mató al ratón, la studiositas se
lleva su tiempo, pero ni mata ni daña, creía yo.
Valga lo hasta aquí
escrito como prolegómeno a este ensayo sobre la obra de Ovejero, La ética de la crueldad.
Camino de las once
varas voy…
Rudolf Höß a punto de despedirse de su Auschwitz-Birkenau.