II
Es
curioso que sepa con certeza qué pretendo cuando escribo: lo tengo clarísimo y
no sepa qué busco exactamente como lector, aunque algo he escrito arriba y he
plasmado. Sé qué quiero, sé que busco en general, mas ¿qué busca el lector en
mi blog, en mi Amanda, querida, en Escalera de sinvergüenzas, por ejemplo,
dos novelas tan distintas y distantes? ¿Qué buscas lector? ¿Quién eres? ¿Qué
esperas de mí?
Leo
de forma compulsiva aún a mis cincuenta años. Pensé que llegaría un momento,
antes de esta edad -aún lo espero- en que empiece a releer obras… Me gustaría,
por ejemplo, irme de la mano, ya que ha venido a visitarme hoy, ignoro la
causa, con José Martínez Ruiz… Volver sobre esas plazas desiertas, un ciprés y
una higuera asoman sobre una tapia enjalbegada, donde una doña Casilda o doña
Inés, tras la reja de hierro forjado, en una ventana baja, borda blancas
sábanas de holanda… En sus ojos hay una mirada serenada con el paso de lo
visto, de lo vivido… Alguien la observa con la mano en la mejilla, desde un
ventanuco lejano, es don Adrián, un viejo conocido de la familia… Unas nubes
contemplan todo sin entenderlo.
Es
bronco Unamuno, es agitado y viajero Baroja, es lenitivo el penúltimo Machado,
es amable y familiar siempre Cervantes, Delibes, el amigo que caza, es don
Camilo la broma al punto de grosería, es Lope brillante y, para mí, apabullante,
Quevedo –cojo y bisojo- va de sobrado y me apena, es un niño grande este
nuestro genial espadachín, con el florete y el verso, siempre a la búsqueda,
siempre lector, escritor… (¿Qué escribiría Quevedo en el siglo XXI?).
¿Quién
eres, lector, qué buscas? Dime.
Me
asustan los bestseller. La fama
brutal que les precede. Me congelan sus miles de páginas, de sagas inabarcables,
de magos e investigadores, periodistas, novela negra trufada en Internet, de
personajes ajenos que se supone que vivirían en mi calle y que no los conozco,
aunque más suelen vivir, supongo, en Nueva York y en lugares exóticos que en mi
calle… En mi calle vive Alfonso, el
Manazas, que fue vaquero y ahora es jubilado y rico; vive Jose que tiene un
bar; varios vecinos se dedican a la enseñanza…; una pareja de funcionarios; un
viejo cascarrabias en un 2º que ya cumplió más de ochenta y dos… Que yo sepa de
buena tinta no más de dos leen de ordinario. ¿Quiénes leemos?, me pregunto.
¡Qué extraños personajes los de esas novelas tan atractivas, tan inmensamente
famosas, buenas, leídas…!
Me
dicen mis asesores que se vende mejor el vino que el aceite; que el mercado del
vino es más vivo y rico que el oleícola; que los italianos ya no se llevan
nuestro aceite para transformarlo y venderlo como propio… Que los italianos no
tienen dinero. Me dicen, lo comprobé hace unos días, que los libros se venden
peor que el vino, por supuesto, y peor que el aceite. ¿Cómo se venden seis
libros en un instituto donde habitan más de 800 personas entre alumnos y
profesores? Con dificultad, mas cómo se vende en el mismo lugar, solo entre el
profesorado, un camión de vino: ¡fácil! Amigo, es más fácil beber un buen vino
barato que leer un libro que siempre se antoja caro y no siempre es bueno. Un
vaso de buen vino y algunas oraciones pedían los copistas medievales al
terminar una obra, allí, entre amaneceres helados de plumas y tintas y hermosos
cálamos…
El
consumo del vino sí es popular. Es más fácil que el lector consuma vino que no que
el popular se trasiegue un libro.
Confieso al lector, para que no caigamos en equívocos, que no me quejo, quizá
escribo sobre lo evidente mil veces repetido, mas en esta mañana, sosegada
mañana de sábado, me resulta amable esta divagación suave y flexible. Nadie me
forzó nunca desde que comencé a escribir nada. Escribo lo que quiero de forma
intuitiva: lo siento, amigo, no tengo fórmulas mágicas. Tras muchos años de
lecturas y miles y miles de páginas escritas domino un oficio complejo que
trata del hombre que se relaciona con el hombre… El otro día, al hilo del
momento que hoy vivimos, le escribía a mi amigo Rafa Ballesteros -¡cuánto echo
de menos el poder vernos y charlar con calma de cualquier realidad!-, le decía
digo a Rafa: escribo en un pequeño papel, como el oficial de aquel submarino
ruso hundido, a sabiendas de su muerte inminente y segura… Escribo a ciegas, Rafa, escribo
a ciegas. Ahora añado: Viajo a tientas.