13 de abril de 2011

Oiga, nada de peregrino: exiliado, desterrado, expulsado...

    Me avisa un amigo de una exposición que hay en Barcelona sobre Sándor Márai. Este amigo me remite a un artículo de El Mundo donde leo que en el Palau Robert, desde el 12 de abril y hasta el 28 de agosto, se podrá ver la exposición Sándor Marai, un peregrino del siglo XX. De momento me coge a trasmano, mas nunca se sabe.
    Descubrí a este autor húngaro en su novela El último encuentro. Tras ella he ido leyendo algunas otras de excelente factura, mas no me impresionaron tanto como la primera. La última que leí fue Rebeldes. Con posterioridad leí dos de los tres volúmenes que Salamandra publicó con sus memorias. Me resultó agradable leerlo. Me admiró lo que escribió sobre su esposa en su último y triste volumen de memorias, Diarios.1984-1989. Su esposa, siempre L. en el texto, padece senilidad, tal y como le diagnosticó el médico. Él tiene ya 85 años. Desde ese momento su vida se centra en el cuidado de su esposa y en las lecturas que realiza. Apenas escribe. Su realidad ordinaria se llena de recuerdos que carecen de orden. Le alcanzan las noticias de su amada Hungría. Lee algunos periódicos de allá y en ellos halla a conocidos que van dejando este mundo… Arrobado escribe este viejo sobre su esposa, y me estremezco:

    Día y noche es lo mismo, como si hubiera perdido la capacidad de orientación. Y sigue siendo tan guapa a los ochenta y siete años como lo fue de joven; de otro modo, pero sigue siendo guapa. No sé hasta cuándo me aguantará el cuerpo, pero quiero estar con ella hasta el último momento, ayudarla y cuidarla. Desde finales de abril tenemos que hacerlo todo juntos -comer, lavarnos, digerir- porque ella sola no puede. El médico dice que este estado puede prolongarse, que tal vez empeore, pero en ningún caso irá a mejor. (Creo que eso no es del todo cierto: si recuperara la vista, al menos desaparecería el miedo y la incertidumbre.)

    Al final, él echará las cenizas de ella en el mar y no podrá aguantar por más tiempo el exilio de su patria, el exilio de su lengua, la carencia irreparable e insufrible de su esposa. Con una tremenda depresión pone el punto final a su vida.
    Viajero necesario por pertenecer, según él, a un pueblo pequeño con una lengua singular y única y aislada, Márai viajará por casi toda Europa y vivirá en Alemania. En Leipzig estudiará, conocerá la decadencia de una centroeuropa que se deshace desde sus cimientos. Escribirá en la prensa alemana: conocía esta lengua desde niño.
El niño Márai con su madre, hermanos y tres criadas en el monte Bakó, cerca de Kassa (ca. 1907).

    Vivirá y hallará a Unamuno en París. De él habla en su volumen de memorias, creo que en Confesiones de un burgués. Por cierto, la vida que lleva en París es muy semejante a la que llevaba nuestro don Miguel por allá.
    Sea exilio o destierro, abandonar la propia lengua está bien durante un tiempo, hacerlo de continuo es un suplicio. Ya creo haberlo escrito acá: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», según Wittgenstein, lo que es tanto como afirmar que mi mundo no puede ir más allá de mi lenguaje… Márai vuelve a Budapest, pues necesita su húngaro mamado. No será para siempre: se ve obligado por los rusos, que ocupan su Hungría, a abandonar y cambiar su tierra por California. Lo peor de todo exiliado, escribe Juan Ramón, es no pertenecer ya a ninguna parte.
    Una vez más los enemigos malos…
    ¡Albriçia, Albar Ffañez,     ca echados somos de tierra!»

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