Hace unas semanas me decía una señora que le daban repelús las personas seguras, que es exactamente lo mismo que me sucede a mí, pero al contrario: el cirujano dubitativo, me da la salud sin tocarme y me pone en fuga; el ascensor inseguro, me invita a subir escaleras; el coche con la dirección titubeante, me hace peatón impenitente; el piloto de avión ignorante en la materia, me baja de la aeronave por la puerta de emergencias. Es decir, prefiero a las personas seguras de sí mismas. Creo en la revisión de las ideas, cuando es pertinente. Creo en la revisión del médico, del ascensor, del coche y del piloto, cuando es necesario. Imposible vivir en el puro alambre, sin ser Pinito del Oro. A ver, estas brutales certidumbres estallan en verdades irreversibles. ¿El resto? Jugueteo con espadas de cartón para hacernos los revolucionarios de pandereta.
La fe no se pierde como quien olvidó el paraguas que nunca más se halló. La fe no es la amnesia de una neurona, la jubilación definitiva del cerebro por vía de Alzheimer… Hay que intentar ser más inteligente que la inteligencia, más astuto que ella y más pícaro que Cuco. La inteligencia busca sus vías de escape y así quien dice que perdió la fe, lo que ha permitido es un oscurecimiento de su conciencia a base de no practicar aquello en que creía o creyó. Insisto: la fe, por su propia naturaleza, no se pierde como un objeto.
Hace más de mil años, hablando con mi excelente y viejo profesor de Literatura, Dios lo tenga con Él, me comentaba de un libro que atentaba directamente contra mi fe. Así se lo comenté con el desparpajo del joven que dejó atrás su timidez –entonces no existía la chochera de lo políticamente correcto-. “Será débil”, me contestó. El problema de la cantidad y calidad de la fe no es mensurable que yo conozca: entiendo que aumenta si se pide con huildad a quien puede concederla. Aún di un paso más: “¿Usted cómo la perdió?”, pues me constaba que él no creía. “La perdí leyendo. Los ateos –me dijo, y no puedo olvidarlo- son unos gilipollas –esa palabra en su boca me perturbó un tanto; yo no tenía veinte años y él más de sesenta- y nosotros, los agnósticos, unos vagos”. Hasta aquí el fervorín.
Siempre creí, y pienso, que la Iglesia, después de tantos siglos de experiencia ascética, humana, sobrenatural… es maestra en muchas realidades. De generación en generación se han ido pasando unos modos y entendederas que ayudan a sus hijos a no desbarrar y pisar el guano. El llamado Índice que se concreta en el concilio de Trento venía a poner orden en algo ya conocido: quien juega con fuego se termina quemando. Es norma muy generalizada entre los católicos, que una vez recibido el sacramento de la confirmación, no se vuelva a tener más formación que la recibida en las homilías dominicales –algunas pésimas- de los curas. Así tenemos que el niño de 14 años, que ahora es ingeniero nuclear, no ha vuelto a pensar en el contenido de su fe, ni le echó de comer al pájaro…, pero, sin embargo, no paró de alimentar y acrecentar sus conocimientos en otros ámbitos. Es decir, el saber sobre su religión y los contenidos de su fe se quedaron raquíticos y el resto de los conocimientos crecieron geométricamente. ¿Se perdió la fe? No. Lo que ocurrió fue que el hermoso cuadro de la niñez cogió no la pátina del tiempo, sino la suciedad de quien camina: el polvo, el sudor, la mugre propia del vivir… y fue arrinconándose, cada vez con aspecto más oscuro y ridículo en el baúl de lo incomprensible, lo inconveniente, lo pueril, lo…
Ahora vengo y continúo… ¡Qué le hago!