9 de octubre de 2010

¿Vargas... qué?

    Me preguntan qué opino sobre el Nobel de Vargas Llosa –no me atrevo a llamarlo Mario, sería impertinente por mi parte; mi Mario es el muerto de las Cinco horas-. Nada. No tengo nada que opinar. ¿Por qué tendría yo que meter el cuezo en este potaje? Sólo lo suyo  paera la ocasión: felicidades al premiado y buen viaje a todos. Me alegro con el bien y la alegría de los demás. Indeseable que nos mueva la envidia. Pregunto a algún próximo sobre la obra del arquitecto peruano: ¿Vargas Llosa? Repiten. Ignoran quién es. La necesidad es mucha y no siempre la cultura está entre lo más urgente. Huelga, por mi parte, el escándalo. También hay quienes desconocen quién es Lionel Messi.

3 de octubre de 2010

Me da, por favor, billete de Macondo a casa…

    Abandono Macondo esta vez en tren. Las torrenciales lluvias de la selva han tenido impracticables las vías durante semanas: inmensos caracoles que por ellas iban amenazaban con hacer descarrilar a los trenes. Hoy, sin embargo, sin lluvia ya, dejo el pueblo y a sus habitantes, rodeado de un suave perfume que trae el rocío del amanecer. Temo un turbión inclemente de pétalos, porque ayer por la noche, al decir que me marcharía al alba, empezaron a envolverme mariposas de varios colores, incluidas unas rojas que no vi nunca antes en casa de los Buendía. Úrsula me lo comentó.
    Me marcho con pena. Tan amable como desconcertante me resultó mi visita esta vez a Macondo. Sería una provocación impertinente por mi parte la pretensión de levantar novedad alguna sobre cualquier extremo del pueblo, de la obra, de su autor. Me contenté con mirarlo todo de nuevo. Si en todo ello no hubo descubrimiento novedoso, en mí, desconozco el motivo, surgieron relaciones extrañas con libros que antes de esta visita no había leído. Lo tengo encima de la mesa, lo subí a caso hecho. Cormac McCarthy, Meridiano de sangre. Lo releo por encima y no veo nada en común, no logro, de forma racional hallar dónde están las confluencias de estilos, de temas, de algo…
    A Faulkner lo tengo omnipresente y este paseo por Macondo, esta vez, me lleva en un TALGO, camino de San Fernando-Naval, a un Tercio de Armada, donde en medio de un mundo surrealista, leo El villorio, La ciudad y La mansión… Sí, la Bahía de Cádiz al fondo, me lo anunció Pedro Antonio Urbina… Me traje el silencio de los tristes y solitarios esteros que se contemplan desde el cuartel. Esta vez, en esta visita a Macondo, paso por Yoknapatawpha County, camino de San Fernando, con parada y fonda en casa. Va y vienen ideas del libro que Ángel Esteban publicó el año pasado y que leí en el campo, De Gabo a Mario.
    Me asombra este siglo de soledad, cuando medito sobre el tratamiento del espacio y el tiempo. Las vidas y los sucesos de los que se narra se alargan o fruncen más acá y más allá de lo fácilmente imaginable, más allá, creo, de la phisis, es decir: la obra se convierte en pura metafísica vestida de intrahistoria. Insisto en esos párrafos interminables la prosa se enrosca y retuerce como una sierpe, en medio de una selva inextricable.
    Todo se mece al compás de unos párrafos desmedidos, en unas oraciones ingentes, en una adjetivación insolente. Los personajes se estiran como el tiempo y el espacio, lo hacen físicamente, vitalmente, al compás irregular del agua que sube o baja de la ciénaga, según se abran o cierren ciertas flores ocultas en la floresta de la selva. Así Remedios, la bella, es sólo un olor que no cumple años; ella, como el coronel Aureliano Buendía, respiran por las branquias de sus peces de oro. Ella, la bella Remedios, no era de este mundo, como no lo son los Buendía. Todo parece adquirir extrañas formas y surgir de alambicados mecanismos, pensados en alguna de las habitaciones cerradas de los Buendía, y así todo cobra cabal sentido en bailes y ritmos que se mecen en melodías aparentemente excéntricas y en renglones impares.
    Es presunción grotesca decir algo nuevo, siendo ignaro en la materia, sobre esta soledad de siglos publicada en 1967, cuando apenas pasaba yo de la cartilla a la primera de las Álvarez… Aquí sigo, como los Buendía, con la misma obsesión que ellos, tejiendo y destejiendo, fundiendo peces para seguir haciendo más peces, los mismos peces.
    Ya digo, me bajo aquí, a la altura de un folio, en casa… El tren continúa viaje. Quizá vuelva a Macondo, ¿cómo saberlo o es que mi casa está en algún lugar parecido a Macondo?