28 de septiembre de 2010

Blanco de sábanas

Ella

Blanco de sábanas. Luz de alba. Hedor a pipí seco. Oscuridad de persianas bajadas. Azul del techo. Ruidos. Recuerdo de verde... Música y voces lejanas. Quejidos próximos. Marrón de memoria. Oscuridad. Vago temor de fondo. La mano... a la cabeza. El pelo muy tupido. Rostros. Una costura del camisón se clava en la espalda. Desazón. Contracción del rostro. Las cejas foscas, hundidos los ojos. Gesto de aparente pesadumbre. Pelo. Más luz de amanecer. Más ruidos de tripas. Hambre. Escozor en la entrepierna y los muslos. Ronquidos. Un cubo arrastrado por un pasillo. Una silla de ruedas. Inmovilidad. Olor a heces. Un ojo cerrado, el otro abierto. Mirada de soslayo. Frío bajo las sábanas. Viene el día. Hora del aseo. Mansito, mansito... un eco. Nombres que son voces sin rostro. La colcha caída en el suelo. La mente, oscura de ordinario, se ilumina unos segundos al vaivén de estímulos exteriores. Humedad entre las piernas. Silencio interior sin fin. Un fluorescente que se enciende. Una voz conocida, insignificante. Un giro de la cabeza. La persiana se levanta. La luz del día lo inunda todo. Gruñidos en la cama contigua. Nada habla. Jadeos. Inmovilidad. Esperar a después es nunca. La esponja húmeda contra el rostro. Los ojos cerrados. Olor indefinible: entre apulgarado y jabón. Los ojos cerrados. Uno se abre y se pierde fijado, inútil, en la superficie brillante de la puerta del armario. Un nombre, el suyo, un final reconocible, reconocido:
Ola...
Ni una mueca por respuesta. Ningún gesto. La voz no estimula. Giro sobre sí. Destapada. Unas manos le presionan las piernas. No hay ternura en los modos, en el tono de voz... Alguien dice algo ininteligible en la otra cama. La tocan. Abajo. Le escuece... Voz de enfado. Huele mal.
¡Vaya una marrana cómo se ha puesto! ¡Y anda que no pesa!
(Silencio).
¿Tienes hambre?
(Silencio).
La mirada perdida. Otra voz en la habitación.
Hola... Buenos días...
— Buenos días... Menudas horas de llegar. ¿Qué ha pasado?
— Si te lo cuento no te lo crees...
Girarse sobre sí. Abrir un ojo. Mirada de través. Voz, hablar, conversación, nada. Ruidos. Querer decir y, sin embargo, silencio, largo y feroz silencio de antes del comienzo del mundo. Nada.
—... cagao...
— Pues tampoco es novedad... ¿A ver qué vas a hacer?
Esa voz distinta. Misericordia, caridad, comprensión. Una esponja la frota. Limpiar. Una crema. Escuece. Mejor, mucho mejor. Colonia, colonia impregnada en otra esponja. Por la cara, el cuello. Limpio. Perfume cotidiano. Olor a yo difuso. La luz del día por la ventana. Quejas
en la otra cama. Mansito, mansito... Incorporarse. Los brazos fláccidos. El derecho atrás, colgando, sin fuerza... Las piernas no ayudan. Cambiar el camisón por un vestido. El torso al aire. Hace frío. Las manos tapan los ojos.
¡Haz algo, hija, por ayudar!
Los ojos cerrados. Las manos sobre la cara. Las zapatillas en los pies. La silla de ruedas. Olor a colonia y a desayuno. Un peine. Una mano. Le tocan la cabeza. La peinan. Las manos cruzadas en el regazo. Las zapatillas. Los pies colgados, dejados atrás. La cabeza gacha. La mirada en sus manos.
Échame una mano con Juana...
¡Graahh!
— ¡Lo sé, lo sé!
Otro chillido extrahumano. Muy potente. Se gira. Mira. Ruidos...
— ¿Qué sucede? –pregunta una monja desde la puerta.
— Ya sabe usted, hermana, cómo se pone la Juana cuando no evacua... Mire cómo tiene el vientre...
La mano le ha pasado la monja sobre la cabeza al pasar para ver a Juana. No, el pelo no... Se lo frota ella. Torpe, sin tino, sin armonía.
Pues lo que hay que hacer es ponerle un supositorio y si ves... –palpa– ¡Pero dura que tiene la tripa! Si ves que no..., la llevas a la enfermería después del desayuno.
La monja se dirige a ella. La saluda. Le pregunta... Silencio de sepultada en vida. La mano de la monja otra vez al pelo. De nuevo la misma operación.
Hija, Lola, no te hagas eso, que te acabo de peinar...
Vuelta a pasarle el cepillo por el pelo...
— No le gusta que le toquen la cabeza –aclara la voz amable.
— ¡Pues no tiene teclas la señorita...! –asevera rigurosa la otra voz.
No mira, no habla, no responde. Calla. El codo apoyado sobre el brazo de la silla de ruedas. Saca la lengua, quebrada, blanquecina. El pulgar de la mano derecha a la mejilla. Se aprieta. Abre su ojo izquierdo. Mirada trasversal. La ventana, luz, jardín, verde... nada. Lejos y oscuro en su cerebro. La cabeza sobre el hombro derecho. Lento movimiento del brazo izquierdo llevado al regazo. La silla se mueve. Más sillas en el pasillo. Un viejo sin dientes apoyado en la pared la saluda. No lo mira. No lo reconoce. Él sabe cuál es su nombre: ella no sabe quién es ella. El pasillo se acerca, se acerca... La puerta se viene encima, está abierta... El vestíbulo ante los ascensores. Más sillas, más gente. No los conoce. No se sabe ella. Olor de desayuno para muchos. Denso, dulzón, incrustado a las ropas, a las paredes, al ascensor en que la montan. Voces, quejidos, gruñidos. Palabras que no se articulan. Sonidos que no se entienden. El ruido del ascensor en movimiento. La puerta se abre. Más olor de desayuno para todos. Más denso ahora aún. Se mueve. La silla la lleva. El pasillo se achica. Las paredes se acercan, se alejan. Una ventana. Verde de un árbol azotado por el viento. Lluvia. Sensación de frío. Tirones de la rebeca. El pasillo. Más carros. Las mesas. El desayuno. Gritos entre silencios enconados. Fiero mutismo. Su sitio, su mesa... Un sitio, una mesa... Ningún sitio, ninguna mesa. Tragar, parar, tragar, parar, tragar... No mastica. Pastillas. Varios colores de patillas: blancas, azules, rojas... Ruidos de cucharas contra las tazas. Más pastillas. Muchas pastillas en todas las mesas de todos los colores. Voces. Quejas. Un vaso que cae al suelo y se rompe hecho añicos. El agua fuera, contra la ventana, golpea los cristales. El viento pega una bolsa de plástico durante unos segundos contra la ventana. Blanco y verde. Lo mira, lo ve. Parece que sonríe. Vuelve a su posición. La cabeza inclinada sobre el hombro derecho. La mano en la mejilla. El pulgar presiona el moflete caído, rugoso, oscuro, marcado por la tenacidad de tantos años apretando. Dormita. La silla se pone en movimiento. La incorporan. Cruza el pasillo. La sientan. Se queja.
— ¿Y ahora qué tripa se te ha roto?
— Quiere ver la ventana. Loli, quiere ver la ventana... –afirma una voz gangosa, extemporánea, discordante.
— Pues vamos a sentarnos allí, entonces.
La incorporan de nuevo. Las piernas torpes se arrastran. Un paso, otro pasito y otro. La ventana. El agua. La luz. La luz artificial encendida. El viento. Los árboles mecidos por el viento. Vagos recuerdos quizás de otras ventanas, de otros árboles, de otras lluvias y otros vientos. Palmeras. No son las diez y parecen las cuatro. El tiempo no existe. El día se oscurece. La lluvia arrecia, el viento se cuela por alguna rendija y silba. No hace frío. Posa su mano sobre el radiador. No tiene frío. Le dan un muñeco. Alguien grita desagradablemente próximo a ella. No mira. No dice nada. La ventana. La muñeca en el regazo. Taconeos firmes, pisadas de gente extraña. Levanta la cara. No reconoce a nadie. Dos hombres, dos mujeres que son nadie.
— Allí está –dice, señalando a un rincón uno de los caballeros.
Las dos parejas se acercan a una vieja atada a un sillón. Doblada sobre la cintura. Silba el viento. Consumida. Se oye un portazo lejano. Pura piel y hueso. Una de las señoras se gira sobre sí y contempla una sala del infierno dantesco. Arruga el entrecejo con evidente gesto de desagrado. Hablan a la vieja que se incorpora y se vuelve a dejar caer.
— Mamá –dice el caballero que la vio primero–. Mamá –insiste, queriendo levantarle la cara tirando de la barbilla.
Un grito desgarrador desde una esquina. Un viejo. Otro pálido pellejo desdentado y huesudo. Un hombre de pies desmesurados. Un viejo que debió ser un hombre grandón. Otro grito del viejo. La baba le cae en la cazadora que lleva y en la bufanda.
— ¡Qué desagradable, por Dios! ¿Para qué harán falta estas criaturas en este mundo? –pregunta la señora del entrecejo fruncido sin dejar de observar al viejo, de mirar a los seres allí reunidos en estrafalario concilio.

El agua de la lluvia. Una enfermera, rubia de bote, moreno de playa. Sonriente. El viejo.
— ¿Qué te pasa, Andrés, por qué te pones así?
El viejo no responde. Ella mira sin entender nada. Muchos duermen. Muchos de los dormidos parecen muertos. Mejor muertos que vivos. Mejor bajo tierra que así. La vieja no reacciona. No reconoce al hijo, ni a la nuera, ni a los amigos de uno y otra. No sabe quiénes son. Mirar opaco con un fondo de tristeza y desconfianza. Los mira sin verlos. Elegantes. Zapatos italianos, bolsos italianos, trajes hechos a medida, modelos exclusivos las señoras. Se llevan al viejo. Apoyado en la enfermera, rubia y morena, avanza, dejando tras de sí un fétido olor a heces.
— ¡Qué horror, por Dios! ¿Os queda mucho? –y sin esperar respuesta–. Mejor os espero en el vestíbulo de abajo fumando un cigarrillo.
Sale decidida. Paso imperioso, joven, distinguido. Una señora la para en el pasillo. Los árboles se comban y amenazan algunas ramas con desgajarse. La vieja se ha inclinado sobre su regazo. Desinteresada. La cabeza casi oculta entre las piernas.
— Fue muy hermosa –explica el hijo a los amigos.
La vieja sigue ajena a la conversación. Casi todos los seres allí duermen, dormitan, roncan, babean, hacen muecas indescriptibles con sus labios. Muestran encías desdentadas. Sólo un viejo parece seguir con atención las palabras de los visitantes. Asiente, niega, parece pensar algo que resulta especialmente prolijo, profundo... La señora que está de visita, por congraciarse, le sonríe y el viejo devuelve la sonrisa.
— ¿Qué tal? –pregunta ella por hacer la gracia completa.
— ¿Qué tal? –repite el viejo.
— Muy bien –contesta ella.
— Muy bien –repite por imitación el viejo.
Ella confundida mira hacia una de las ventanas. Una mujer tiene una muñeca en el regazo. Emite sonidos.
— Parece que Dios no ha pasado por aquí –afirma el caballero que lleva una gabardina sobre los hombros.
— Cierto. Iba de paso, pero se quedó.
Repentino resplandor de un relámpago. Un trueno próximo. Despedida apresurada de los visitantes. Al pasar junto a la mujer de la muñeca oye que aquélla le canta mansito, mansito...

Aviso para el visitante

En El trastero, una solapa de este blog, me gustaría meter un poquito de todo. De momento da cobijo a una entrevista que colgó un amigo y ahora a un cuento que escribí hace unos años... La protagonista -obvio se me antoja- no pudo nunca leerlo. Lo ignoró siempre. No se sabía ella. Cuando lo subí el otro día, antes de guardarlo aquí, volvieron a mi presente sus olores, sus gestos, su mirada, su vida y el sentido que tenía para los demás, pues para ella carecía de para qué… Ya no está para quererla. Ya no está para querernos con su presencia ausente de ordinario. Y deseaba recordarla aquí…

21 de septiembre de 2010

El trilema del varón Münchhausen

    Se me hacen los dedos huéspedes. Imposible centrarse. Los perros jóvenes de muestra, cuando se les ve cazar, se observa cómo se van guiando por sus vientos, por su nariz.  Dependiendo de dónde les venga el efluvio de la pieza, así se mueven. De este modo, el novato, grácil, se vuelve, se gira, levanta el hocico, lo echa al suelo, insiste en la atocha, de nuevo vuelve sobre sí para volver así de nuevo sobre la misma atocha. Su recorrido se asemeja al dibujo del niño que caracolea con su lápiz sobre un pequeño espacio de papel. El perro viejo, la perra vieja no hacen así. El perro viejo pierde olfato; se guía más por su vista, su instinto y su experiencia. Los rastros tan falsos como frescos que se cruzan sobre el verdadero nada le dicen, no lo engañan, no lo confunden. Huele, parece, lo sabe, pero no es el camino certero y bueno. Si el pájaro está, permanece en lo sucio que no en lo limpio. Si el conejo se amaga, evita escurrirse. La perra vieja, el perro viejo lo saben. El perrillo joven aún sigue saltando sobre el rastro fresco que a nada conduce. El dueño mira jovial y comprensivo al cachorro. La perra vieja hace la muestra certera y definitiva. Sin margen de tolerancia: ahí está el pájaro.
    Hago propósito de perseguir determinados autores, libros concretos, ese tema que tanto me atrae. Imposible centrarse. Se me hacen huéspedes los dedos. Entre mis propios libros entro y me pierdo. ¿Hasta cuándo se es cachorro en esto de las pistas frescas, en estos rastros que uno tras otro se entrecruzan sin bifurcarse del todo? Vive Dios que es cierto, que testigos tengo: iba camino de Boccaccio, con García Márquez bajo el brazo y mirando con el ojo izquierdo a Hadot, Ejercicios espirituales y Filosofía Antigua. El Quijote de Francisco Rico me reclama a este lado de Sierra Morena… y termino paseándome en la Trilogía USA de John Dos Passos, no sin atravesar por Salinger –Seymur siempre me resultó agradable-, por Faulkner y por el no siempre amable Hemingway, con su mar, sus ligas de baseball y su viejo.
    Cuando era un adolescente, atracaba en su despacho a mi profesor de Literatura, catedrático de Instituto, que soportaba estoico mis impertinencias, mis preguntas, mis afanes, mi libreta, mis listas, mi lapicillo… ¿Qué buscaba? Buscaba el Santo Grial del lector, el canon perfecto, la famosa colección francesa de La Pléyade, de Editorial Gallimard, que, decían, cuadraba el círculo perfecto… Desde aquí doy, una vez más, las gracias a don Alfonso Sancho. Él, como el dueño del cachorro trotón, me citaba más y más libros, más y más autores, con la seguridad absoluta de que el círculo no tenía, ni tiene, cuadratura, como el campo no tiene puertas.
    Algún otro libro tengo de Bloom. Ignoré su canon. Asistí a la polémica. Quizá lo lea, no lo sé. Imposible centrarse.
    Tenía Alcalá Venceslada una biblioteca inmensa con unos techos altísimos. Muchas veces, me decía su hijo, entraba buscándolo y no lo veía en el sillón del despacho. Se hallaba sentado en la escalera alta que le permitía el acceso a las baldas de arriba. “Buscaba un libro, pero me he encontrado que…”. Buscaba un rastro, pero hallaba otro y allí, en lo alto de la escalera, se podía seguir leyendo, había otro tesorillo.
    Sé que dije que hablaría de Macondo… Llueven flores en el jardín de doña Úrsula… Cuando escampe, escribo sobre todo ello. De veras.

16 de septiembre de 2010

¿Qué hay de mis plantas?

    Quien habla solo espera hablar a Dios un día… Como verso dentro del Retrato  del maestro, bien está. Como punto de apoyo para dar un paso, para buscar lo necesario para paliar la indigencia humana en este barrio…, es pobre.
    Me arrimé a este blog también para conversar… Pedí ayuda. Pregunté qué les pasaba a mis dos hermosos jazmines que no echan flores (recibe el nombre de jazmín, la flor y la planta; a ésta algunos la llaman jazminero). Nadie me dijo nada. Nadie me dio noticia. Mi observación me lleva, me temo, tras pensarlo, a que les falta sol… En un blog donde se hable de Literatura, de Libros… debe caber casi de todo. En un lugar así se debieran de dar cita los saberes más alambicados y los más toscos, aún sin pulir, pues unos y otros conforman la vida toda, continua, una y única, irreversible, biográfica…
    Me resulta indeseable que muchos en esta sociedad -en su descalabro de valores- sólo promuevan realidades distraídas por ideas hedonistas y utilitaristas. Pregunto por el jazmín y me puedo quedar mirando mis plantas hasta metamorfosearme en un bicho repelente, negro, gordo, panzudo, solo,/ triste, cansado, pensativo y viejo. A mis jazmines les falta estar más soleados. Apostarlos al sur… Rechazo la conversación que intercambia artefactos de la índole que sean, pero instrumentales, que olvidan ostentosamente ridículos esos espacios existenciales donde sin alharacas se habla con la pareja o de la pareja, de libros, del dolor y el sufrimiento, del trabajo y de la felicidad, de las plantas y los animales... Umbral decía que Alonso, Dámaso, era el hombre que más sabía de versos y de güisqui de España: ahí hay mucha conversación de por medio, mucho libro y muchas letras que cortar…
    No, no quiero soliloquios. Por favor… ¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña!

10 de septiembre de 2010

Una de libros-plancha... Sin bromas.

        Un tipo de Gainesville, Florida, lo sé porque lo he mirado en un mapa, dice que va a quemar coranes, como el barbero los libros de don Quijote. Es pastor como podía ser bombero en Lanzarote que, para el caso, tanto me da; sea escrito con respeto para pastores y bomberos. En el fondo, lo va a hacer por soberbia, por afán de notoriedad, por unas horas en las noticias -por estas letras que le dedico-, es decir, por pura necedad, porque a él le sale de una pistolita del calibre 40. Ahí está el tío, con cincuenta fieles, armando la de aquí-estoy-yo-con-dos-cojones. De momento, su irresponsabilidad, con el efecto mariposa, ha llevado a la muerte a una persona en Afganistán en las manifestaciones: otro, seguro, que bien bailaba. Contra esta especie de juez Lynch, con bigotazo, y un retrato de Bush sobre el sillón de su despacho hay  que ser sensatos: mandarle al cabo de puesto de la guardiacivil y que le diga lo que hay a este lado de la raya. Que de casi todo se harta uno y de poco puede fiarse. Que estos americanos, muchas veces, o se pasan o no llegan.

8 de septiembre de 2010

    Volver a Macondo…

    Me habla mi compañero y amigo José Alcántara. Me dice que desea que ya pase el calor, que prefiere el otoño, y añade: “El otoño se nos acompasa mejor a quienes estamos en esa estación de la vida”, poeta inevitable. Con mucho calor aún, tras la conversación, me asalta un bosque mullido y húmedo. Llovizna y niebla. Los contrastes de amarillos y ocres, el rojo del zumaque en el arranque del monte. Las setas repentinas de las laderas, las excursiones de rocío a los altos, el latido del podenco que husmea y caza en el barranco. En la nariz me da el olor dulzón del olivo que ardiera en la chimenea.
    Poco a poco se despide un verano en un jirón de nubes que amagan, pero indecisas se marchan sin rompen a llover. Estos tiempos de compás lento invitan a la tristeza. Difícil acertar con la indumentaria. Los olores de las ropas, ellas en sí, nos mudan a otros ámbitos y otros entonces. Aún el frío está ausente.
    Al final, después de meses ahí delante mismo, me decido. “Me pasearé por Macondo”, me digo entre melancólico y otoñal. La conversación de que hablo ahora es vieja. Puede que tenga casi 30 años. Charlaba de libros y lecturas con el poeta Carmelo Guillén Acosta. Comentaba él sobre la relectura y el libro aún desconocido, cerrado, virgen, por descubrir. Todavía no era tiempo para mí de releer nada. Tenía la sensación de estar yendo. Impulso que no he perdido. Me cuesta releer, salvo excepciones. Releo la poesía, releo hoy Cien años de soledad… Julián Marías comentaba cómo tantos libros defraudan en su relectura; películas que ilusionaron, en una segunda visión, aburren. Recuerdo con lástima lo padecido con Las aventuras de Shanti Andía de Baroja.
    «En cualquier caso el hombre –a diferencia del animal, cuya exis­tencia es la personificación del filisteísmo– es el eterno “Fausto”, la bestia cupidissima rerum novarum, el ser que no se conforma con la realidad que lo cerca, siempre deseoso de romper las barreras de su ser-así-aquí-y-ahora, aspirando siempre a trascender la realidad que lo rodea –incluida su propia realidad personal–», escribe Max Scheler. Bestia cupidissima rerum novarum. Un anhelo infinito en un espacio restringido, en un tiempo finito. Otra vez: ¿Clásicos o…? ¿Releer o…? Insisto, por favor: y, pongamos una y, no seamos excluyentes.
    Así pues, sacudo el polvo de una vieja amistad. Permanecía viva la onda expansiva del llamado boom cuando me hablaban de él ya en clase los profesores avezados. Vargas Llosa, García Márquez, Julio Cortázar… -¿para qué leer Rayuela con catorce años?-, Carlos Fuentes… ¿Qué me contaban estos escritores cuando yo era amigo de Baroja, de Unamuno, de Azorín, de Ramón…? ¿Y mi Lorenzo el cazador? “Es realismo mágico”. “¡Ah!: ¿un hierro de madera? Una mitología, una razón sobre la sinrazón”. Sea.
    Y me vuelvo a pasear de nuevo por Macondo. Leer a Pérez de Ayala, sobre todo a Miró, me helaba. García Márquez: Un folio al día. Escribía sólo un folio al día. Así, ahora, de nuevo, disfruto de una prosa sencilla que se talla a folio por jornada. El colombiano pareciera quizá echar las palabras en las retortas del laboratorio de José Arcadio Buendía y allí, perseverante, entre alambiques, buretas, retortas… de las mierdas de perro, que decía Úrsula, saca oro. Prosa sencilla. Palabras que se ayuntaron por primera vez para dar una mirada flamante a la realidad, para poner luces nuevas que ahora disfruto mientras me paseo, otoñal, relector, por estas calles de Macondo. 

2 de septiembre de 2010

Lo que no es tradición es plagio


        Meterse en un jardín donde a uno nadie lo llamó ni tácita ni explícitamente, me consta, a veces, genera complicaciones. El primer delito en mi vida al que supe ponerle nombre y apellido fue al allanamiento de morada. Me encantaba meterme donde podía: a coger fruta, para recoger flores, a investigar en casas abandonadas, a cortar ramas para hacer flechas y arcos, o sencillamente, y en sentido amplio, a buscar algo… El aviso de mi padre era tajante: “Te condenará el juez por allanamiento de morada”. Mucho me temo que no sabía yo qué coño sería eso: ese significante no generaba en mí significado alguno. Lo de allanar no lo entendía, porque yollano no dejaba nada y morada, lo que se dice morada…, no eran los espacios en los que yo me colaba… En fin, la vida. Que aquí estoy otra vez haciendo filigranas en el borde de la tapia y viendo el modo de colarme en el solar vedado, donde poder hallar algo. Mientras, tengo un ojo en el portón de la calle por donde puede entrar el dueño y otro en el burladero de la tapia por donde saltar rápido al huidero.
         En este caso ha sido mi amigo Blumm, Desoxido, quien me ha escrito: “Vamos a un chalé que tiene un señor que se llama Alberto Olmos. El sitio se llama Hikikomori”. ¡Que ya cuesta pronunciar! En mi época los chalés se llamaban El cortijilloVilla MargaritaDon Pedro,Casa Engracia…, más acorde, es cierto, con aquellos años, me temo. Pues no: Hikikomori. Detrás de la tapia puede haber un chino que sepa kunfú y nos hace la picha un lío; si fuera así, más vale que nos lleven al juez por allanamiento de morada o de lo que sea…
         En el hermoso y generoso atardecer de agosto, Alberto -perdona el tuteo borbónico-falangista-, nos ha hablado de sus aventuras con los clásicos griegos y latinos, de sus reyertas, de sus gustos y disgustos al leerlos; de sus excursiones a las bibliotecas y las librerías donde halla a los autores actuales… El tema es viejo. Es más: el tema es una disputa, si se me permite, clásica. Nihil novum sub sole, afirma el Eclesiastés.
         Perdóname Alberto, pero la disyunción es un planteamiento que tenemos metido en la médula del hipotálamo y, siendo muy moderna, me temo que nos deja en la calle de Descartes. “Cerveza o vino”, me preguntan. “Primero regamos la plaza con cerveza –contesto-; después, la asentamos con un vino. Cerveza y vino”. Mejor la conjunción.
         Otra imposición de la modernidad son las fórmulas de obligación ineludible: hay que, debemos, tenemos que… y que, en muchos casos, son barricadas de pan mojado que se comen las palomas. Está bien que una editorial que publica clásicos griegos y latinos los publicite afirmando que no se puede andar de charleta con el anónimo autor de Mio Cid sin leer a Homero -¡que vete a saber quién era!-, pero de ahí a que uno no pueda, como tú afirmas que haces, campar por sus apetencias media un trecho. Faltaría más. Uno baja las escaleras como quiere.
         Permíteme que me pregunte, ¿es que hay que leer algo? ¿Qué es lo que se debiera leer de literatura?... Estas preguntas, me temo, sólo generan un ambiente de ansiedad que jode el pasodoble y no se disfruta. Imposible estar cogiendo albaricoques con un tío que me está gritando que tengo a los grises detrás de la, menos mal, alta tapia del hermoso huerto: verídico y con testigos. Bajarse y joderse las piernas en pantalón corto y saltar lo más lejos posible de donde estaba la poli… Javier Marías decía que nunca pudo terminar Crimen y Castigo y nadie creo que haya padecido por no haber leído El Quijote, la Ilíada… o el cantar de Mio Cid… y no escribas, ya que pasamos por aquí, Alberto, que la sangre está en formol:

por la loriga ayuso la sangre destellando
d'aquestos moros mato .xxxiiii.;
espada tajador, sangriento trae el braço,
por el cobdo ayuso la sangre destellando.

         Toda biblioteca es un proyecto de lectura: un cúmulo de buenas intenciones. En casa hay casi seiscientos libros esperando a ser leídos. ¿Cuándo y cómo y…? La pregunta capital en mi caso es PARA QUÉ… ¿Tú para qué lees? ¿Para opinar? ¿De veras? Ramón pedía que sus obras estuvieran en el museo de arte prehistórico, para que fueran indiscutibles… Sí, lo actual es opinable ¿y respetable acaso esa opinión? ¿Acaso no lo antiguo y lo clásico y lo vedado…?
         Mi ruta es sencilla, a lo peor simple. Leo lo que me interesa. Lo que interpreto como bueno, lo que me aconsejó en quien confío. Evito la lectura de lo desconocido: mi tiempo es mi vida. Leo y disfruto y aprendo y todo ello para ser feliz, cosa de ingleses, dicen, y para hacer felices a los demás… Mientras… también cuido de mis plantas. El jazminero sigue sin dar apenas jazmines este verano, ¿alguien sabe por qué?